El imponente Cerro de los Siete Colores en Purmamarca, Jujuy (Argentina)

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martes, 26 de febrero de 2013

EN EL NACIMIENTO DEL LIBERTADOR GRAL. JOSÉ DE SAN MARTÍN


EL NACIMIENTO DEL LIBERATADOR SAN MARTIN

Por Sergio Daniel Aronas – 26 de de febrero de 2013

            En el día de ayer nacía José Francisco de San Martín, futuro general y libertador de la América del Sud durante las guerras de la independencia que se iniciaron en 1809 con la insurrección de Chuquisaca y La Paz en el Alto Perú, territorio que hoy forma parte integrante de la República de Bolivia y que fueran violentamente reprimidas por los generales de los ejércitos pro defensores del colonialismo español. Ya en 1804 en Haití había tenido lugar el primer movimiento por la libertad del único enclave francés en América, una poderosa rebelión de esclavos negros puso en jaque el poder del imperio napoleónico en este lado del mundo. Debería ser un motivo de alegría
            Cuando San Martín nació el 25 de febrero de 1778 en la ciudad de Yapeyú de las antigua Misiones jesuíticas, comenzaba la vida de quien sería uno de los grandes héroes y luchadores más formidables de independencia americana, sino que al mismo tiempo se inicia el misterio de su nacimiento, porque a 235 años de haber nacido todavía existen muchas dudas sobre su filiación, origen y quienes fueron sus verdaderos padres. Esta polémica se instaló con dureza cuando el ya fallecido historiador y escritor José García Halminton publicó su libro “Don José” donde afirmaba que San Martín era hijo de Diego de Alvear y de una india de Misiones, lo cual desató un cataclismo entre los académicos de la tradición de Bartolomé Mitre, del exclusivo y poco comunicativo Instituto Nacional Sanmartiniano, entre los historiadores revisionistas y entre aquellos profesionales de la historia que se consideran partidarios de la interpretación americanista y revolucionaria. Entre estos grupos se dijeron de todo, pero la enseñanza principal de todas estas polémicas y discusiones muy valiosas, fue poner en el orden del día la importancia de acercarse más a la figura de San Martín en dos cuestiones fundamentales  de su vida y que sigue siendo tema de amplio debate e investigación entre los expertos: En primer lugar, ¿cuál fueron sus verdaderos padres? Y en segundo lugar, ¿porqué regresó San Martín a Buenos Aires en marzo de 1812 luego de 27 años de una magnífica trayectoria militar en los ejércitos de España combatiendo en todos los terrenos destacándose por su capacidad, decisión y valentía lo que causó admiración de sus oficiales superiores quienes estimaban mucho sus cualidades.
            Este misterio del origen de San Martín tiene que ver con el propio Libertador fue un hombre que sus cartas escribió muy poco de su vida familiar, de sus padres, de sus hermanos y por esta razón es que lo consideraban un hombre enigmático. Aun así, el debate actual se centra en el origen mestizo de San Martín que no debería sorprender a nadie dado que las caracterizaciones de quienes lo conocieron tanto amigos como enemigos describen sus rasgos indígenas, su pelo y ojos negros, tez oscura a lo que se une toda una serie de epítetos y calificativos que lo siguieron a lo largo de su vida por sus particularidades mestizas.
            Por tal razón, al cumplirse ayer un nuevo aniversario del nacimiento del Libertador José de San Martín, quien desee conocer más de cerca su enigmática historia sobre su filiación puede leer el muy buen libro del profesor Hugo Chumbita: “El secreto de Yapeyú. El origen mestizo de San Martín”, porque esta cuestión como así también las causas que motivaron su regreso a la América insurrecta después de 27 años de militar al servicio de España, siguen siendo temas de profundas y apasionadas polémicas e investigaciones entre los historiadores argentinos, latinoamericanos y del mundo.
            En su semblanza sobre El Libertador San Martín escribió Álvaro Yunque: “Los hombres actuales que luchan por la independencia económica de América, complemento indispensable de su libertad política, son los únicos herederos del pensamiento de San Martín. Ellos son quienes han recogió lo esencial de éste. No puede haber independencia por separado de ningún país de América. En cuanto uno de ellos se halle sujeto a la economía de un imperialismo conquistador, la independencia americana no existe. San Martín comprendió que la libertad de la Argentina, por separado de la de los otros países de América no sería durable. Y luchó por la libertad de todos. Los herederos de su pensamiento también luchan hoy por la independencia de los países americanos” (Historia de los argentinos. Tomo. Ediciones Ánfora, Buenos Aires, 1968, página 55).
            Como parte de esta celebración por uno de los más grandes hombres de la historia Argentina y de la América transcribo un interesante investigación del gran maestro profesor Dr. Hugo Chumbita, acerca del origen mestizo de San Martín.


San Martín, el renegado de España

EL VIAJE DEL LIBERTADOR HACIA SUS ORÍGENES
Hugo Chumbita - Publicado en revista Veintitrés, Buenos Aires, 15 agosto 2002

A 152 años de su muerte, la figura de San Martín sigue convocando curiosidad y debates. Hugo Chumbita sostiene que es hijo de don Diego de Alvear y la india Rosa Guarú. Su tesis se basa en las memorias de la nieta de Alvear y la tradición oral de Yapeyú. Recién llegado de España, el autor revela secretos de los documentos  de la familia Alvear,  donde se constata la estrecha relación de San Martín con Alvear y el desarraigo de sus últimos años.

         A 152 años de la muerte de José de San Martín, su figura sigue siendo la de un contemporáneo. Es una memoria omnipresente, uno de los pocos próceres que, más allá del bronce y los ritos patrióticos, ocupa un lugar en el corazón de su pueblo. Entre los argentinos hay quienes lo veneran, quienes levantan su nombre como estandarte de los más dispares movimientos políticos (y hasta lo votaron en las últimas elecciones), aunque tampoco faltan quienes cuestionan o censuran sus gestos e ideas.
En España, en cambio, pesa en torno a él un gran silencio. El vendaval polémico que se desató en Buenos Aires en los días del Sesquicentenario, al conocerse nuevos testimonios sobre su filiación y su madre india, no trascendió del otro lado del océano. Para los españoles informados es un personaje extraño, un soldado que renegó de la madre patria: al revés de tantos emigrantes argentinos que hoy pululan en la península y que nuestras crisis empujan en oleadas a sus playas.
El autor de la presente nota recorrió los lugares de España en los que transcurrió la carrera de San Martín, buscando otras pruebas acerca de su origen y de los motivos de su empresa libertadora, en un momento especial de las relaciones de ambos países -entrelazados por las aventuras empresariales, los escándalos de corrupción y las complicidades políticas–, lo cual confería un marco bastante paradójico, aunque no menos interesante, a la preocupación por entender la trayectoria humana del principal actor del proyecto de la independencia.

La encrucijada de Cádiz

Todas las casas importantes de Cádiz miran al mar que la circunda. Esta antigua ciudad mercante, museo viviente de un pasado trimilenario, babel del comercio mediterráneo y de la ruta a las Indias Occidentales, baluarte de la resistencia española a la invasión napoleónica y sede de las famosas Cortes liberales de 1812, fue un hervidero de actividad masónica, como lo corroboran numerosos estudios recientes, y fue también, secretamente, el taller de forja de la revolución de la independencia americana.
No es difícil imaginar, por las aceras rectas y angostas del discreto barrio gaditano de San Carlos, la figura un hombre alto, moreno, envuelto en un capote militar, que llegaba por las noches a reunirse con sus cofrades de la sociedad antecesora de la Logia Lautaro, preparando un viaje que iba a cambiar la historia. El capitán y luego teniente coronel San Martín, vivió entre estas murallas y callejuelas las luchas, dilemas, emociones y amores más intensos de su juventud. Aquí mantuvo una estrecha vinculación con Carlos de Alvear y su padre don Diego y, luego de sigilosos preparativos, resolvió romper el juramento de obediencia al Rey y cruzar el Atlántico para ir a liberar el continente en el que había nacido.
En efecto, en Cádiz, a finales de 1811, tras obtener licencia del ejército español, San Martín se embarcó, vía Londres, para ir a Buenos Aires a ponerse al servicio de la revolución. Hasta hace poco era difícil explicar de manera convincente los motivos íntimos de aquel paso, las razones y la pasión que lo determinaron. ¿Por qué, después de 27 años de alejarse de América, al cabo de una trayectoria ejemplar como oficial del Reino, abandonó para siempre la familia, los camaradas, las instituciones y el país donde se había formado, para ir a luchar por una causa incierta en aquellas tierras en las que nadie lo esperaba?
         A este misterio, que él mismo nunca aclaró, los historiadores intentaron responder por lo general con dos tipos de interpretación: la telúrica y la conspirativa, suponiendo razones más bien ideológicas o especulaciones interesadas. Mitre escribió y sus epígonos repitieron que volvió los ojos "a la patria lejana, a la que siempre amó como a la verdadera madre", y Ricardo Rojas invocó "la subconciencia del niño" que su educación en España no habría podido borrar. Barcia Trelles, sin embargo, observó que era inverosímil que un hombre formado en la península desde los cinco años dejara repentinamente la tierra donde estaban su madre, sus hermanos, sus amigos y las cenizas de sus mayores; y Oriol i Anguera añadía que debió mediar una crisis muy profunda para que un militar español se convirtiera en perjuro a la bandera por la que hasta entonces se había jugado la vida.
         Contra los que invocaban el "llamado de la selva" o el puro fervor por las ideas liberales de su tiempo, varios autores creyeron encontrar una razón más sólida en los designios ingleses o napoleónicos y en las redes de la masonería en que se involucró. Enrique de Gandía sostuvo que el grupo de San Martín viajó a Buenos Aires en 1812 financiado por los franceses. Rodolfo Terragno estudió las concomitancias de su plan con las maquinaciones británicas, en particular el proyecto de Maitland, y si bien rechazó la hipótesis de que fuera un agente inglés, sus aportes contribuyeron a reforzar la tesis de que sí lo era. Así lo expuso abiertamente Juan B. Sejean, considerando a San Martín como un mercenario.
El historiador Antonio Lago Carballo, que presidió durante largos años el Instituto Español Sanmartiniano, planteó con meridiana claridad que, para entender el comportamiento y las creencias íntimas de este hombre que influyó tanto en su pueblo, era imprescindible despejar las incógnitas sobre aquella decisión crucial, cuando pidió el retiro en Cádiz para dar un vuelco definitivo a su existencia. 
En Madrid, Lago Carballo y otros miembros del Instituto nos manifestaron su punto de vista: es absurdo creer que San Martín se identificara con el solar nativo, del que apenas podía tener una borrosa imagen infantil; basta pensar en la actitud opuesta de sus tres hermanos, y otros ejemplos semejantes que abundan. Para el historiador militar José María Gárate, ello induce a creer que lo determinante fue la conexión inglesa o francesa, abonando así la teoría conspirativa.
Sin negar la importancia objetiva de la ayuda británica, la influencia francesa o el respaldo masónico, factores que por cierto San Martín cultivó y aprovechó, los datos sobre su condición de mestizo han venido a poner de relieve otro factor subjetivo –la conciencia de su identidad americana– como causa motora de su decisión. Más que un impulso subconciente o una misteriosa impronta telúrica, sería la concreta certeza de ser hijo de una madre guaraní. No un sentimiento abstracto por algo tan azaroso como el lugar de nacimiento, sino su imposibilidad de ser europeo, el anhelo de reivindicar a los pueblos sometidos de donde provenía su sangre materna, y la intuición de que era necesario fundar otra nacionalidad criolla, que fuera la síntesis o la conjunción de la cultura europea y el mundo americano a los que él debía su propia existencia.
Pero esta tesis requiere completar el acopio de las evidencias, y para ello era imperioso ir a Montilla. 

La casa Alvear de Montilla

En esta pequeña y luminosa ciudad que se levanta sobre una ondulación de las serranías cordobesas, una de las residencias más antiguas y elegantes fue el hogar de los primeros Alvear, donado para ser hoy el Colegio de la Asunción que administran las monjas Esclavas del Divino Corazón. Varios miembros de la rama española de la familia residen en la vecindad, donde mantienen una gran bodega que cría los acreditados vinos de su marca. Los visitamos para obtener documentos y testimonios acerca de los vínculos entre el brigadier de marina don Diego de Alvear y José de San Martín. 

     Como ellos ya saben por las cartas y recortes periodísticos que les enviaron sus parientes porteños, en Buenos Aires hemos encontrado el manuscrito de las memorias de Joaquina de Alvear, hija de Carlos de Alvear y nieta de don Diego, en las cuales manifiesta que San Martín era hijo natural de su abuelo y de una indígena misionera, lo cual concuerda con la tradición oral que ha subsistido en la zona de Yapeyú. El secreto de la familia, transmitido a través de las generaciones, es ahora de conocimiento público. Distantes de la conmoción que ello implica para los dogmas y prejuicios de la historia oficial argentina, Álvaro de Alvear Zambrano y Juan Bosco de Alvear Zubiría –tataranietos de don Diego– no tuvieron reparos en facilitarnos referencias precisas de sus antepasados, relatar anécdotas de la tradición oral, e indicarnos dónde y quiénes poseen los archivos y registros que buscamos.
Gran parte de los papeles y de la biblioteca de la familia están siendo inventariados, a fin de incorporarlos al patrimonio del Ayuntamiento de Montilla (hoy gobernado por los comunistas de Izquierda Unida, aunque ello no ha alterado la apacible rutina burguesa de la villa). El editor y bibliófilo Manuel Ruiz Luque nos permitió examinar ese material, que comprende las cartas y demás documentos compiladas por Sabina de Alvear y Ward –hija del segundo matrimonio de don Diego, amiga de Eugenia de Montijo y de Próspero Merimée– para escribir la biografía de su padre. En ese libro, Sabina destaca el papel de su medio hermano Carlos de Alvear, puntualizando que éste costeó el pasaje de algunos otros camaradas que viajaron a Buenos Aires en 1812.
Por otra parte, don Juan Bosco de Alvear nos confirma que, según los relatos de sus mayores, “don Diego le pagó la carrera militar a San Martín”. Es un dato de obvia relevancia, que coincide con anteriores testimonios y señala de qué modo asumió de manera indirecta su obligación paterna. ¿Cómo enviaba el dinero desde América? Un estudio realizado por el escribano montillano Joaquín Zejalbo suministra otra pista clave: en los protocolos notariales hay constancias de que, por diversos conceptos relacionados con las propiedades y negocios de la familia, don Diego giraba dinero desde Buenos Aires a Montilla.

Los hermanos de sangre

         Los itinerarios de los tres personajes –San Martín y los Alvear, padre e hijo– coincidieron en Cádiz en el período culminante de la historia de América y de Europa: la época de las guerras napoleónicas, de la ocupación francesa en España y del estallido independentista en las colonias hispanoamericanas. San Martín había sido destinado al Regimiento de Voluntarios de Campo Mayor, que a fines de 1803 se estableció en Cádiz, y desde esta ciudad fue y volvió, participando en diversas expediciones y batallas.
Diego de Alvear, al regresar después de treinta años en América, en 1804, perdió en un inesperado combate naval a toda su familia, excepto su hijo Carlos, que tenía entonces quince años. Prisioneros de los ingleses, fueron sin embargo indemnizados y tan bien tratados en Londres que anudaron allí perdurables contactos antes de radicarse en España. Luego de un par de años en Montilla, Carlos marchó a incorporarse al cuerpo de carabineros reales y don Diego fue designado jefe de la artillería provincial en Cádiz, donde San Martín era ayudante del gobernador militar de la ciudad. Después Carlos pidió la baja y se radicó también en Cádiz, y poco más tarde don Diego fue nombrado gobernador de la contigua isla de León.
Esta convergencia de desplazamientos no fue casual. Entre 1808 y 1811, mientras se producía el levantamiento general de la península contra Napoleón y Cádiz se convertía en el último reducto de los juntistas liberales gracias al respaldo de la flota inglesa, Carlos de Alvear y San Martín, protegidos por don Diego, tramaron una exitosa serie de maniobras, con el auxilio de la red masónica, para retornar al Río de la Plata junto a un grupo de oficiales –Zapiola, Holmberg, Chilavert y otros– que aportaron a la causa americana los mandos militares que hacían falta: las espadas de la revolución. 
Todo ello se discutió y se resolvió en uno de los pisos del barrio de San Carlos que ocupaba el joven Carlos con su esposa, en el cual funcionaba la sociedad masónica de los Caballeros Racionales Nº 3 (a pocos metros de la llamada Casa de las Cuatro Torres, donde estuvo el precursor de estas logias americanistas, el venezolano Francisco de Miranda), Los recursos decisivos que necesitaban para ese proyecto José de San Martín y Carlos de Alvear eran el dinero y el contacto con Londres. Quienes se los proporcionó, según resulta claro ahora, el padre de ambos, don Diego de Alvear.

La despatriación

         En 1812, en el acto de contraer matrimonio, San Martín declaró que sus padres habían muerto. Doña Gregoria Matorras, su madre adoptiva, aún vivía; pero él ya había decidido enterrar ese pasado. Sólo volvería a tener contacto en Europa con uno de sus hermanos de crianza, Justo Rufino. Los otros, y en especial el mayor, Manuel, lo decepcionaron al negarse a acompañarlo a América.
Al cabo de sus campañas victoriosas por la emancipación del continente, tuvo que exiliarse, hostilizado por el partido de Rivadavia. Pero no volvió jamás a España. Cuando su amigo y benefactor Aguado lo invitó a viajar a la península, se rehusó a acompañarlo. A pesar de las apariencias diplomáticas, él sabía que los realistas no lo habían perdonado.
Optó por emigrar a Francia, que era de algún modo la cuna de las ideas liberales en las que abrevaron sus lecturas juveniles. Algunos lo consideraban un “afrancesado”. Sin embargo, cuando se produjeron las intervenciones anglofrancesas en el Río de la Plata, no vaciló en ofrecer sus servicios al gobierno de Buenos Aires para ir a pelear en cualquier puesto que se le asignara, y expuso el grave error que cometían los incursores, tratando de frenar aquel atropello mediante sendos mensajes que tuvieron eco en la prensa y llegaron al gabinete y el parlamento de ambas naciones. En Inglaterra tenía buenos amigos y Francia era su tierra de asilo, pero él era ante todo americano.
Hasta los últimos días vivió preocupado por la suerte de las repúblicas emancipadas, en particular Perú, Chile y Argentina, y donó su sable a Rosas en honor a la inquebrantable voluntad con que éste había defendido la dignidad del país frente a la agresión de las potencias europeas. Ese gesto tampoco se lo perdonarían los liberales de la siguiente generación, los que entregaron la república a los capitales del coloniaje británico y postergaron durante treinta años la repatriación de sus restos, a pesar de que su última voluntad testamentaria era ser enterrado en el cementerio de Buenos Aires.
Aquel viaje póstumo se impuso al fin por una necesidad política, como un reclamo de la opinión pública y de la justicia histórica. Era el anhelado reencuentro con su pueblo, el definitivo retorno a sus orígenes del gran despatriado.   

Bibliografía

Sabina de Alvear y Ward, Historia de don Diego de Alvear y Ponce de León, 1891.
Augusto. Barcia Trelles, San Martín en España, 1941.
Hugo Chumbita, El secreto de Yapeyú, 2001.
Enrique de Gandía, "La vida secreta de San Martín", en Todo es Historia Nº 16, 1968.
Enrique Garramiola Prieto, “Elites de poder y bandolerismo”, en Ámbitos Nº 2, 1999. 
Francisco Espino Jiménez y María Ramírez Ponferrada, “Contribución a la historia social de la cultura española decimonónica: la biblioteca de la familia Alvear a mediados del siglo XIX”, Ámbitos Nº 5-6, 2001.
José M. García León, La masonería gaditana desde sus orígenes hasta 1833, 1993.
Antonio Lago Carballo (coord.), Vida española del general San Martín, 1994.
Bartolomé Mitre, Historia de San Martín y de la emancipación sudamericana, 1887-1888.
A. Oriol i Anguera, Agonía interior del muy egregio señor José de San Martín y Matorras, 1954.
Ricardo Rojas, El santo de la espada, 1949.
María P. Ruiz Nieto-Guerrero, Historia urbana de Cádiz, 1999.
Héctor J. Piccinali, Vida de San Martín en España, 1977.
Juan Bautista Sejean, San Martín y la tercera invasión inglesa, 1977.
Rodolfo Terragno, Maitland & San Martín, 1999.
Alfredo G. Villegas, San Martín y su época, 1976.








jueves, 21 de febrero de 2013

Retrato de Sandino con Sombrero por Quilapayun (Del álbum La Revolución y las Estrellas)


EL MUCHACHO DE NIQUINOHOMO

Por Sergio Ramírez Mercado

Nota: Este ensayo de quien fuera el vicepresidente de la Nicaragua Sandinista, fue traducido al inglés por el profesor de la Universidad Estatal de Kansas, Lyman Baker y publicado en la revista Latin American Perspectives Issue 62, Volumen 16, Nbr. 3, Summer, 1989.

            Desde los tiempos de la conquista española el destino de Nicaragua ha estado marcado por su posición geográfica y por las características de su territorio; colocada entre los océanos Atlántico y Pacífico, la comunicación natural entre el río San Juan y el Gran Lago de Nicaragua despertó desde el primer momento en los españoles la ambición de lograr un paso entre los dos mares, llamado en las cartas y relaciones de la conquista el Estrecho dudoso.
            Al producirse en el siglo XIX la expansión del capitalismo mundial, ya en proceso de franca liquidación el poderío colonial de España en América, la necesidad de contar con vías marítimas más económicas y rápidas para el transporte de materias primas, hace que Inglaterra, como dueña de los mares, fije su mira en la construcción de un canal interoceánico a través de Nicaragua. El canal se convierte así en el eje de las pretensiones de Inglaterra sobre el mar Caribe, que es ya su more nostrum y también en el eje de sus disputas con el naciente poder imperial de los Estados Unidos.

            Así cuando los cinco países que bajo el régimen colonial español formaban el Reino de Guatemala declaran su independencia en el año de 1821, la disputa entre Inglaterra y los Estados Unidos comenzará a afectar el curso de la política interna de estas provincias, que anexadas fugazmente al imperio de Iturbide en México, se proclaman luego en República Federal Centroamericana, según el modelo de la constitución política de los Estados Unidos. Pronto se iniciaría una cruenta sucesión de guerras civiles, la Iglesia Católica y los viejos terratenientes criollos empeñados en combatir a los caudillos liberales que son los abanderados del federalismo; entre la sangre y la anarquía, la República Federal sólo resulta un experimento efímero, y después del fusilamiento del General Francisco Morazán, las antiguas provincias se separan y la reacción vuelve a ocupar el poder en cada una de ellas, pobres, obscuras y aisladas, tiranizadas por fanáticos religiosos, como sería el caso de Guatemala con el gobierno de Carrera.
            Uno de los países desmembrados de la federación, que más padeció guerra civiles fue Nicaragua. Los españoles habían fundado en su territorio dos ciudades. Granada, a orillas del Gran Lago y abierta a la comunicación del Atlántico a través del río San Juan, la ruta canalera; y León, primeramente junto al Lago Xolotlán y trasladada en el siglo XVII un poco más hacia el occidente, por causa de violentos sismos, y cuya salida hacia el Pacífico era el importante puerto colonial de El Realejo.

            Estas dos ciudades, poco comunicadas entre sí, organizaron su vida económica en forma autónoma, realizando en forma independiente su comercio a través de sus propios puertos; y ejercían su control político independiente sobre las regiones rurales de cuya agricultura eran dueñas, creándose así una división a la vez rural y política: ambas ciudades aparecían como sustitutos de un Estado nacional inexistente. El resto del país no era más que una inexplorada e ignota extensión territorial, pues las únicas tierras cultivadas eran las de la franja del Pacífico, lugar de los asentamientos coloniales donde también se había congregado la mayoría de la población mestiza pobre que rendía su mano de obra en las haciendas de añil y de cacao, productos coloniales que seguían siendo la base de la economía nicaragüense, junto con la explotación ganadera. Hacia las selvas del Atlántico, serían por el contrario los ingleses quienes empezarían a ejercer su dominio sobre las tribus indígenas de aquella región, la más grande del país. Los ricos comerciantes de Granada, respaldados por el clero, se habían opuesto primero a la independencia y luego repudiaron los ensayos liberales de la facción leonesa, formada por agricultores. Tales inquinas hegemónicas hacen que al romperse la federación, las dos ciudades reclamen para sí la capitalidad, como forma de afirmar su dominio político y arrogarse el Estado nacional. Los finqueros y comerciantes arrastraban a los campesinos a la vorágine de las guerras civiles, haciéndoles morir inútilmente bajo sus banderas señoriales. En el año de 1854, el Partido Conservador de los granadinos llamado el Legitimista, y el Partido Liberal de los leoneses llamado el Democrático, entraron en un nuevo conflicto cuyas consecuencias habrían de ser amargas y trágicas como nunca.
Para ese entonces, a pesar de la expansión imperial inglesa, comenzaba a consolidarse ya el poder de los Estados Unidos, cuya mira inmediata en el continente americano era el more nostrum inglés, el Caribe: para proteger este coto de caza, el Presidente James Monroe proclamó en 1823 su doctrina de América for the americans.

            Dentro de esta exclusividad pretendida de dominio, que llevaría más tarde al despojo territorial de México y luego a la guerra contra España por la posesión de Cuba, caía necesariamente la construcción y operación, lo mismo que la defensa militar, de un canal interoceánico cuyas opciones eran Nicaragua y Panamá; Inglaterra reconoció oficialmente este derecho canalero sobre Nicaragua a los Estados Unidos, por medio del Tratado Clayton-Bulwer firmado en el año de 1850, sin que por supuesto el olvidado gobierno de Nicaragua, o quienes lo pretendían, fueran tomados en cuenta para tales arreglos.

            Pero dos años antes de firmarse este tratado, ocurría un acontecimiento que traería profundas consecuencias con respecto al territorio nicaragüense comprometido ya internacionalmente en el proyecto del canal: en 1848 se descubre oro en California, región que después de la guerra con México, los Estados Unidos se habían apropiado por derecho de conquista. Aventureros, comerciantes, fulleros, inmigrantes, todo el mundo quiere correr desde la costa este hacia California en busca de fortuna; pero un viaje a través de los desiertos y praderas del continente es riesgoso porque el far-west es todavía terra incognita, donde los indios hostiles asaltan a cada paso las caravanas; por barco, debía viajarse hasta el Estrecho de Magallanes, en el extremo sur de América, para ganar el Océano Pacífico, empresa de meses; puede intentarse el cruce del istmo de Panamá, pero allí están los pantanos, la fiebre, muchos quedan en el camino.

            En el año de 1849, el Comodoro Cornelius Vanderbilt, uno de esos personajes con garra y sin escrúpulos que forman el coro de padres fundadores del capitalismo moderno, obtiene del gobierno de Nicaragua una concesión para operar a través de su territorio, por aguas de la disputada ruta canalera, un servicio de transportes para carga y pasajeros. Funda su compañía, The Accessory Transit Company, con barcos que desde New York hacen transbordes en el puerto de San Juan del Norte en la desembocadura atlántica del río San Juan; desde allí, embarcaciones de poco calado remontan el río y el Gran Lago, las pocas millas terrestres del istmo de Rivas, se hacen en diligencias desde el puertecito de La Virgen hasta San Juan del Sur en el Pacífico; y de allí en buques otra vez hasta California. Todo muy rápido y más que nada, barato.

            En base a su contrato negociado con las autoridades nicaragüenses, el Comodoro Vanderbilt logra acumular una fortuna de millones al poco tiempo, pero mientras se encontraba en un crucero de recreo por Europa, para el cual había mandado construir un buque de lujo llamado White Star que atracaba en los puertos del Mediterráneo, donde Vanderbilt convidaba a bordo a la nobleza, sus socios Garrison y Morgan logran tomar el control de la compañía a través de una maniobra financiera. Empezaría entonces una guerra sin cuartel entre el Comodoro y sus antiguos socios por el control de las rutas hacia California, que multiplicaría los fuegos de la contienda civil nicaragüense iniciada en 1854 por liberales y conservadores: los liberales de León habían desconocido al gobierno conservador de don Fruto Chamorro de Granada y abiertas las hostilidades conciben en su empeño por derribarlo, la idea de contratar una falange de mercenarios norteamericanos. Un aventurero del sur, Byron Cole (quien perdería luego la vida mientras huía del campo de batalla, colgado de un árbol por campesinos nicaragüenses) hace la contrata con los leoneses y recluta en New Orleans a la falange, que encabeza el sureño William Walker. Los empresarios navieros Morgan y Garrison financian la compra de armas, municiones y vituallas, interesados en asegurarse la concesión de tránsito por Nicaragua".

            William Walker, quien había peleado en México tratando de anexar el territorio de Sonora a los Estados Unidos, era el adalid de una política expansionista de los Estados esclavistas del sur; en 1855 desembarca con su falange en Nicaragua y es recibido jubilosamente por el gobierno liberal establecido en León, se le acuerda grado de General y va inmediatamente a tomar la plaza de Rivas en manos de los conservadores, pero es rechazado; logra sin embargo apoderarse poco después de la ciudad de Granada en una operación sorpresiva; fusila a dirigentes políticos de ambos bandos, aumenta su número de falangistas y armamento por medio de envíos recibidos desde Estados Unidos, y ya en julio de 1856 se proclama Presidente de Nicaragua; decreta que el inglés es la lengua oficial y ordena el restablecimiento de la esclavitud. Los Estados Unidos reconocen su gobierno y establecen relaciones diplomáticas con él. Y como parte medular de su empresa de conquista, declaró nula la concesión otorgada al Comodoro Vanderbilt, suscribiendo una nueva a favor de Morgan y Garrison en febrero de 1856. Vanderbilt, por fuerza de sus intereses, y el gobierno inglés, que no quitaba su ojo puesto desde hacía tanto tiempo atrás sobre el canal, aportaron por su parte dinero y armas para equipar a los ejércitos de los restantes países centroamericanos que se unieron a los nicaragüenses, en una campaña militar de expulsión del invasor, que pretendía un dominio no sólo sobre Nicaragua, sino también sobre todo Centroamérica: Five or none se leía en los estandartes de los batallones de rifleros de la falange filibustera. Seis meses después de su proclamación como Presidente de Nicaragua, los ejércitos centroamericanos lograron derrotar a los filibusteros; después de perder la segunda batalla de Rivas en abril de 1857 termina toda resistencia del invasor y Walker se embarca bajo protección del gobierno de los Estados Unidos, con rumbo a su país; cuando llega a New York, los periódicos lo aclaman como un héroe y estimulado por las demostraciones de apoyo, intenta varias veces más nuevos desembarcos en Centroamérica hasta que en 1860 es capturado en Trujillo, Honduras, y fusilado.

            Las facciones en disputa en Nicaragua, firmaron un acuerdo de paz y se dieron una larga tregua después de concluida esta guerra, dejándose a las familias conservadoras de Granada gobernar el país por espacio de casi treinta años que coincidía también con una tregua que los imperios capitalistas se daban sobre el canal, obligados por la guerra de Secesión en los Estados Unidos y por las luchas coloniales de Inglaterra en el África. El proyecto del canal se deja dormir todos estos años en que si no hay guerras, tampoco hay mucho que cambie en Nicaragua; un gobierno patriarcal que cuida del país como si se tratara de una hacienda ganadera.

            Al ocurrir la derrota de la Comuna de París en 1870, el capitalismo mundial haría un nuevo empuje que envolvería más que nunca a países marginales como los centroamericanos, en la producción indefectible de materias primas para las industrias metropolitanas. En este nuevo panorama internacional, Centroamérica producirá y explotará primeramente café y más tarde bananos. En el primer caso, como la caficultura requiere de un nuevo orden agrario, ya que debe concentrarse la tierra y disponerse de abundante mano de obra campesina, es la oportunidad de que los grupos liberales puedan derrocar por medio de revoluciones acaudilladas por militares, a los gobiernos conservadores, y expropiar las tierras de la Iglesia Católica.

            Se forma así, primero en Guatemala en 1872, un gobierno de terratenientes cafícultores de credo liberal y aquella ola de cambios, aunque tardaría en llegar a Nicaragua, produciría en 1893 el derrocamiento de los conservadores granadinos y el establecimiento de una dictadura militar liberal, que preside el General José Santos Zelaya. En el segundo caso, la producción de banano se realiza por medio de la ocupación de enormes cantidades de tierra por parte de compañías norteamericanas como la United Fruit Company, que ya a comienzos del siglo XX cultivan, exportan y comercian el banano. Las plantaciones bananeras llegarían a ser verdaderos Estados, con sus leyes, ciudades, fuerzas de policía, tiendas, almacenes, moneda; y los países donde se establecieron no percibirían más que pálidos beneficios y estarían al margen de esos imperios.

            El General Zelaya gobierna a Nicaragua por 16 años, durante los cuales logra medidas de progreso y consolidación nacional, como la reincorporación del territorio inglés; y entre sus planes no deja nunca de estar la construcción del canal, pues Zelaya participaba ardorosamente de la ideología de que el progreso sólo podría lograrse por medio del capitalismo mundial en expansión. Sólo el canal llegaría a ser la fuente de riqueza y transformación del país.

            Es entonces cuando el presupuesto calculado de América for the americans sufre alteraciones impuestas por la nueva etapa en que entran los Estados Unidos en su expansión imperial, han librado su guerra contra España por el dominio de Cuba y Teodoro Roosevelt toma violentamente el territorio de Panamá, agregándolo de Colombia, para asegurarse la construcción, al fin, de un canal interoceánico. Y la doctrina Monroe es ahora la del big stick, bajo la cual se ocupa militarmente Haití, Santo Domingo, Cuba, Honduras, México, Nicaragua.
            Cuando Zelaya advierte que los Estados Unidos no estarán ya más interesados en un canal por Nicaragua al haberse decidido por Panamá, intenta negociar una concesión canalera con otras potencias extranjeras y busca contactos con Alemania y el Japón. Su caída del poder que se produce en el año 1909, y la subsiguiente ocupación de Nicaragua por la Marina de Guerra yanki, es provocada en parte por semejante intento; y porque su hostilidad contra Estados Unidos, toma a Zelaya bajo los fuegos de la también recién inaugurada doctrina de la Dollar diplomacy, que convierte al Departamento de Estado en agente de los banqueros y financieros, para operaciones de préstamos e hipotecas que requieren de gobiernos dóciles en el área del Caribe; y cuando no, los marines pasan a ser la policía de esos mismos banqueros, y a vigilar también que no se perturbe la paz de los enclaves bananeros. Para entonces ya los países centroamericanos pertenecen a la United Fruit Co. y a Boccaro Brothers & Co., que deponen presidentes, compran diputados y derogan y emiten leyes, encienden guerras. Son las banana republics.

            A finales de 1909, los conservadores, con la franca ayuda del Departamento de Estado, se levantan en armas contra Zelaya en la Costa Atlántica del país, una región selvática y aislada y de enorme extensión, propicia para revueltas, su ejército insurgente está financiado por The Rosario and Light Mines Co., empresa minera yanqui de la familia Buchanin establecida en el país y a la que Zelaya reclamaba impuestos no pagados; dos norteamericanos enrolados como mercenarios en las filas conservadoras son fusilados por el gobierno, lo cual sirve de pretexto y ocasión al Secretario de Estado, Mr. Philander C. Knox -abogado de The Rosario & Light Mines Co., y consejero legal de la familia Buchanan- para desconocer al régimen de Zelaya por medio de una nota diolomática que al llegar a manos de Zelaya el 9 de diciembre de 1909, provocó su renuncia a la Presidencia, veinticuatro horas después, ya que en el juego de relación de poder de Estados Unidos en el Caribe, una comunicación semejante equivalía a una destitución; pasando el cargo a manos del Dr. José Madriz, quien no puede sostenerse pues los barcos de guerra yanquis patrullan las costas nicaragüenses, llevan armas a los alzados y detienen el avance de las fuerzas gubernamentales, declarando "zonas neutrales" los territorios en poder de éstos, y protegiendo a los rebeldes para que colecten impuestos de aduana.

            Los generales conservadores entran a Managua y forman de acuerdo con Estados Unidos, un gobierno cuya cabeza sería poco tiempo después el contador jefe de la Rosario & Light Mines Co., Adolfo Díaz. Mr. Knox, envía pronto a uno de los abogados de su firma, Mr. Dawson, a imponer al gobierno conservador una serie de condiciones que se conocen como "Los Pactos Dawson", contratación de préstamos para "salvar las finanzas del país", exclusivamente con banqueros norteamericanos; ninguna clase de concesiones (lo cual incluye claro está los derechos canaleros) a otras potencias, y los dictados de cómo deberá organizarse el nuevo régimen. Nicaragua pasa a ser de inmediato, y como se le conocía en los círculos financieros internacionales, la Brown Brothers Republic, pues aquella compañía junto con J. & W. Sehgman, U. S. Morgage Trust Company y otras más, se dividieron como en el Evangelio, las vestiduras del país: tomaron en prenda sus ferrocarriles, las entradas de aduanas, se posesionaron de los bancos, de las minas, y en el año de 1912, como "el contador jefe" iba a ser derrocado por uno de sus antiguos aliados, presto a su solicitud desembarcó la Marina de Guerra y bombardeó la ciudad de Masaya; los marines entraron en combato y capturaron al jefe rebelde, a quien internaron en la Zona del Canal de Panamá como recluso; surgiría entonces como héroe nacional el General Benjamín Zeledón, "el indio Zeledón" que no se rindió a los ocupantes; sería perseguido y asesinado y su cadáver paseado a la vista pública sobre el lomo de un caballo.
            Desde esa fecha, las fuerzas de ocupación norteamericanas permanecerían en posesión del país, amparando con sus bayonetas a los gobiernos conservadores que se suceden hasta 1928 entre primos y parientes, y que documento continúan entregando a la nación a los intereses extranjeros, adquiriendo deudas usurarias y dando más bienes y recursos en prenda; el punto culminante fue alcanzado en 1914, cuando el General Emiliano Chamorro, embajador de Adolfo Díaz en Washington, firma con el Secretario de Estado, Mr. Jennis Bryan, un tratado que permito al gobierno de los Estados Unidos la construcción del canal interoceánico, con ejercicio de soberanía sobre las áreas necesarias de territorio y con facultad de construir bases navales en el Golfo de Fonseca y en las Islas de Maíz:

            "El Gobierno de los Estados Unidos tendrá la opción de renovar por otro lapso de noventa y nueve años, el arriendo y concesiones referidos, a la expiración de los respectivos plazos; siendo expresamente convenido que el territorio que por el presente se arrienda y la base naval que puede ser establecida en virtud de la concesión ya mencionada, estarán sujetos exclusivamente a las leyes y soberana autoridad de los Estados Unidos".

            Dice parte del texto de esto contrato de venta de la soberanía de una nación, por lo cual se pagaron a los gobernantes tres millones de dólares que de inmediato se entregaron a los mismos banqueros para consolidar a las viejas deudas, todo en una operación de tan vergonzosa tristeza que el mismo Senado norteamericano se negó durante varios años a ratificarla.
Por este tratado Estados Unidos no obtenía tanto una concesión para construir un canal, sino al contrario, para que nadie más lo construyera, pues teniendo el de Panamá concluido ese mismo año no estaban interesados en una nueva empresa que demandaba muchos millones de dólares. Allí estaban Díaz y Chamorro para garantizar esa exclusividad y la Marina de Guerra, para garantizarlos a ellos. En 1923, uno de los presidentes de la familia muere repentinamente, y el cargo pasa a don Bartolomé Martínez, el primero de los presidentes conservadores que no pertenecía por parentesco a la oligarquía y por tanto, tenía cierta posibilidad de actuar independientemente, redimió muchas de las deudas con los banqueros yanquis, rescató las acciones del Banco Nacional que pasó a ser propiedad del Estado; y buscó una alianza con los liberales para oponerse a la oligarquía conservadora granadina en las siguientes elecciones que se celebrarían en 1925, después de las cuales los Estados Unidos habían anunciado que retirarían del país las fuerzas de ocupación, pues una vez garantizada la opción del canal a través del Tratado Chamorro-Bryan su permanencia no se hacía ya tan necesaria.

            La coalición dirigida por el Presidente Martínez, sale triunfante de las elecciones y gana la Presidencia Carlos Solórzano, conservador; y la Vice-Presidencia el Dr. Juan Bautista Sacasa, de la oligarquía liberal leonesa. Ha sido derrotado el General Emiliano Chamorro, a quien los norteamericanos ya habían dado un período presidencial como premio por la firma del tratado canalero; caudillo de muchas artimañas y de vivas ambiciones personales. Chamorro no queda conforme con esta derrota y sobre todo cuando cree disfrutar siempre del favor del Departamento de Estado. Los Estados Unidos, no obstante, habían aprobado la elección de Solórzano, un señor sin luces, cuyo terror de gobernar sin la presencia de los marinos lo llevó a suplicar que no se fueran del país. Pero éstos se van de todas maneras en agosto de 1925, sólo para regresar pocos meses después. Chamorro derrocó en octubre de 1925 a Solórzano y en enero de 1926 se hizo proclamar Presidente de la República por el Congreso Nacional. Sus cálculos con respecto a la bendición yanqui que debía de recibir de inmediato para sostenerse en el poder, quedan sin embargo entrampados a causa de un error técnico; años antes Estados Unidos había hecho firmar a los países centroamericanos un "Tratado de Paz y Amistad", que el gobierno yanqui suscribía en una de sus cláusulas más importantes: no podía reconocerse diplomáticamente entre las partes contratantes, a gobiernos surgidos de golpes de estado.

            Los liberales reclaman que de acuerdo con la Constitución, la Presidencia corresponde al Vice-Presidente Sacasa y para amparar esta demanda provocan en la Costa Atlántica un primer levantamiento, rápidamente copado por barcos de guerra norteamericanos en mayo de 1926. Como resultaba demasiado evidente para el Departamento de Estado reconocer de inmediato a su fiel y viejo servidor Chamorro, pasando por encima del "Tratado de Paz y Amistad", los Estados Unidos llevan hasta aguas del puerto de Corinto en el Pacífico un barco de guerra, The Denver, y hacen subir a representantes de los dos partidos para unas pláticas de paz celebradas en octubre de 1926, que fracasan. Los yanquis, para apaciguar los ánimos, obligan entonces a Chamorro a dejar la Presidencia y en su lugar imponen a otro viejo amigo, "el contador-jefe" Adolfo Díaz.

            Los liberales habían hecho un nuevo desembarco en el Atlántico en agosto del mismo año, con ayuda y armamentos proporcionados por el gobierno de México, en disputa entonces con los Estados Unidos; Sacasa instala un gobierno liberal en Puerto Cabezas en diciembre, y el Ministro de Guerra de su Gabinete, el General José María Moncada, inicia las operaciones de avance del ejército revolucionario hacia el Pacífico, comenzando así "la guerra constitucionalista".

            La ayuda mexicana a los insurgentes, sirve de pretexto al gobierno yanqui para justificar su apoyo a Adolfo Díaz, y para movilizar de inmediato numerosos barcos de guerra a Nicaragua y preparar nutridos desembarcos destinados a obstaculizar la marcha del "ejército constitucionalista" que comanda Moncada. Para entonces ha culminado ya el proceso de la revolución mexicana iniciado en 1911; como resultado, se había puesto en marcha una reforma agraria y los gobiernos posteriores a la revolución defendían una política nacionalista que incluía el clamor por la nacionalización de los recursos naturales; el petróleo mexicano de la Costa del Golfo, en Veracruz y Tamaulipas, estaba en poder de poderosos consorcios yanquis. (Años después, el General Lázaro Cárdenas recuperaría para México esos yacimientos). En Washington, el Secretario de Estado Frank B. Kellog, acusaría a "los bolcheviques mexicanos" de fomentar el desorden y la intranquilidad, en un país de "gobiernos ejemplares" como Nicaragua.

            La situación militar se deteriora rápidamente para el gobierno de Díaz, y la Marina de Guerra sabe que aquél no puede sostenerse sin su providencial ayuda, que no tardan en darle otra vez las "victoriosas" columnas de marines. Desembarcan primero en el Atlántico en diciembre de 1926, donde rodean y aislan, dentro de sus famosas operaciones de declaración de "zonas neutrales" a Sacasa y sus ministros, siendo gran parte del armamento y municiones lanzadas al agua; y en enero de 1927, ocupan la Costa del Pacífico, posesionándose de los puertos, la vía férrea y las principales ciudades; el 9 de enero, participan con sus aviones en la batalla de Chinandega, arrasando en llamas la ciudad.

            Pero el "Ejército Constitucionalista" marcha ya por las selvas, desde Laguna de Perlas, por las montañas de Las Segovias y los llanos de Chontales y Boaco hada el Pacifico y pese a la presencia de los marines, sus avances lo llevan en el mes de abril de 1927, a estar en posición de atacar muy pronto la capital.

            El Presidente Coolidge, interesado personalmente en evitar la caída del Contador-Jefe Adolfo Díaz, pide a su amigo personal, el Sr. Henry Stimson, que viaje a Nicaragua para que allá, con plenos poderes arregle la situación a cualquier precio. Mr. Stimson llega a Nicaragua a fines de abril y el 4 de mayo se entrevista con el General Moncada en la Villa de Tipitapa, a pocos kilómetros de la capital; se ha impuesto una tregua y las fuerzas liberales ocupan Boaco, que cierra el dominio sobre más de la mitad del país. En aquella plática, Stimson sólo deja a Moncada dos alternativas: firmar un armisticio que permitiría a Díaz continuar en la Presidencia hasta las siguientes elecciones de 1928, elecciones que se celebrarían con garantía de la vigilancia de los marinos, quienes por supuesto seguirían en el país; o por el contrario, hacer frente a las fuerzas de ocupación que de inmediato entrarían en guerra con los rebeldes para desarmarlos. Moncada, eligió la primera alternativa. Mr. Stimson refiere en sus memorias sobre esta misión en Nicaragua, que aquel General insurrecto le pareció un hombre de gran atractivo y no común talento, lo cual no significaría otra cosa que Moncada era un hombre viable para ser Presidente. Esas señales no pasarían desapercibidas para Moncada, quien de regreso en Boaco reunió a su consejo de generales y les recomendó aceptar la rendición. Mientras tanto, se haría una alegre repartición de puestos públicos entre los jefes guerreros liberales, y a cada uno se dejaría en posesión de las mulas y caballos de su columna, remunerándoles también con diez dólares por cada día peleado. Excepto para Moncada, el precio de la rendición no era elevado, pero todos aceptaron, por medio de un telegrama que se transmitió al Comando Militar norteamericano el 8 de mayo.

Todos, menos uno. Y aquí comienza la historia del General Augusto César Sandino.
Los caudillos que sólo defienden los intereses de dominio de su clase, o que disputan en las guerras civiles el disfrute de beneficios personales, el acceso al poder para hacer negocios, comprar tierras, traficar con los impuestos; su sumisión incondicional a los dictados de la dominación extranjera y a la voluntad omnímoda de los consorcios y banqueros; la simple envoltura retórica de sus demandas patrióticas y reivindicaciones nacionalistas o constitucionales, que en el fondo no esconden otra cosa que la ambición, y tras de todo lo cual se compromete la vida de miles de campesinos que nunca alcanzan a saber por qué pelean o mueren: esas son las figuras centroamericanas que componen los terribles murales de lo que por mucho tiempo se llamó las guerras bananeras. Adolfo Díaz, Emiliano Chamorro, José María Moncada; gracias a ellos, Nicaragua apareció a los ojos del mundo como un protectorado norteamericano durante un cuarto de siglo y continuó siendo, aunque sin tropas de ocupación, protectorado norteamericano después. Pero sería un muchacho abstemio, tímido y de pequeña estatura, que había salido de un pueblecito nicaragüense situado en una meseta cubierta de arbustos de café en las estribaciones de la cordillera andina, en descenso hacia el Litoral Pacífico; que había andado por plantaciones de banano e ingenios de azúcar en la costa norte de Honduras y Guatemala, y por los centros petroleros de México, el que convirtiéndose en caudillo militar de esa guerra, contradiría aquellos esquemas entreguistas; trabajando como peón, como tornero mecánico, como cuadrillero de limpieza urbana, como artesano, como obrero agrícola, había llegado por fin a México junto con otros muchos jóvenes latinoamericanos que iban en busca de mejor fortuna, y en el año-1926, precisamente aquel en que los marines volverían a desembarcar en su país para intervenir a favor de los conservadores en la guerra civil, estaba sentado en algún lugar público de la bulliciosa ciudad que era el Tampico del petróleo, de las doctrinas anarcosindicalistas, del socialismo galopante de la revolución bolchevique, del agrarismo mexicano de Zapata, conversando con amigos estibadores y petroleros; y teniendo el periódico del día sobre la mesa, este muchacho nicaragüense había dicho que la situación de su país lo estaba haciendo seriamente pensar en regresar para empuñar las armas en contra de la intervención.
-Qué se va a ir usted mano -le respondió uno de ellos- todos ustedes los nicaragüenses no son más que unos vendepatrias.

            Esas palabras ayudarían en mucho a decidir su destino, porque como él lo contaría después, lo hicieron cavilar aquella y muchas otras noches, pensando que efectivamente, si vendepatrias eran los políticos de su país, los que callaban ante aquella ignominia, también lo eran. Y como en el curso de sus años de trabajador había ahorrado algún dinero, tomó parte de esos ahorros y con ellos decidió financiar el inicio de una resistencia armada contra la ocupación de Nicaragua, a donde llegó de regreso el 1° de junio de 1926.

       Augusto César Sandino había nacido el 18 de mayo de 1895, en ese pequeño pueblo de Niquinohomo, formado por chozas de paja y lodo, de campesinos que trabajan como peones agrícolas en las plantaciones de café, región que es también de maizales, tabacales y platanares, localizada en el departamento de Masaya, el más densamente poblado de la república. Junto a la iglesia colonial que se levanta frente a una humilde plaza, hay unas pocas casas de tejas que pertenecen a los ladinos acomodados, que poseen tierras de alguna extensión y comercian con cereales que compran a los pequeños productores antes de la cosecha. (Una ironía del destino haría que en un pequeño radio territorial que no alcanza diez kilómetros, nacieran, Sandino en Niquinohomo, y en otros pequeños poblados más hacia el sur, José María Moncada en Masatepe, y Anastasio Somoza, en San Marcos).
A aquel grupo de ladinos de fortuna de Niquinohomo, pertenecía su padre don Gregorio Sandino, de cuya relación con una campesina de nombre Margarita Calderón, que recogía café en su propiedad, resultaría este hijo único nacido el mismo año en que José Martí caía en Cuba luchando por la independencia de su patria.

            Las angustias, pobrezas y privaciones que forman la infancia de Sandino serían las mismas que en la sociedad nicaragüense de tintes feudales y patriarcales, debían sufrir los campesinos, hijos naturales de acomodados, sobre todo cuando, como en el caso de don Gregorio, el padre se casara con otra mujer de la misma condición, y los hijos fuera de matrimonio, al ser recibidos en última instancia en la casa paterna, que también sería el caso de Sandino, estaban en la obligación de trabajar duro en distintos menesteres para retribuir su propio sustento; al sentarse a comer, estos hijos naturales, debían hacerlo en la cocina, segregados de los hijos legítimos, de quienes debían usar también la ropa vieja. Del matrimonio de don Gregorio resultaron tres hijos, dos mujeres y un varón llamado Sócrates, que se incorporaría después al ejército de liberación de su hermano. De acuerdo con aquel mismo sistema feudal vigente en Centroamérica a lo largo del siglo XX y como remora de los anteriores, los campesinos podían obtener de sus empleadores adelantos por cuenta de su trabajo futuro, y redimir aquella deuda con las horas de labor que el patrono fijaba; al no poder cumplir, por causa de enfermedad, por ejemplo, iban a la cárcel. Cuando Sandino tenía nueve años, y antes de pasar a la casa paterna, su madre fue tomada prisionera por una deuda de esa naturaleza; y es también costumbre que los niños tengan que ir con sus padres a la cárcel si no hay quien vea por ellos. Allí en el calabozo, vería él cómo su madre, embarazada, se desangraba por causa de un aborto; así, su infancia maduraría entre interrogantes sobre la verdad de la justicia.

            Tendría veinte años cuando dejaría la casa de su padre, para buscar la manera de hacer su vida por sí mismo y así recorrió haciendas y plantaciones trabajando como ayudante de mecánica; volvería más tarde a Niquinohomo para dedicarse al comercio de cereales, y en 1920, estando próximo a casarse con su prima Mercedes, se ve envuelto en un hecho de sangre que tendría mucho que ver con su vida futura, pues por asuntos de honor o de negocios, hirió mal a un hombre llamado Dagoberto Rivas a la hora de la misa dominical en la iglesia parroquial, y tuvo que salir huyendo hacia Honduras. Como se vivía allá la fiebre del banano en los reinos de la Frutera, muchos centroamericanos emigraban hacia esas tierras calientes de la costa norte, que eran una especie de far west tropical; las calles de Tela y de La Ceiba hervían de foráneos, se multiplicaban los garitos y las cantinas, los crímenes, los duelos a balazos.

            Sandino se empleó en La Ceiba como guardalmacén del Ingenio Montecristo, propiedad de la Honduras Sugar & Distilling Co. En el año de 1923 tendría que dejar Honduras y llegó a Guatemala, donde se colocó como peón bananero en las plantaciones de la United Fruit Company en Quiriguá; ese mismo año seguiría viaje hacia México, donde comenzaría a trabajar en Tampico para la South Pensylvania Oil Co. En 1925 pasó al campamento que la Huasteca Petroleum Co., tenía en Cerro Azul, Estado de Veracruz y fue nombrado jefe de un departamento de venta de gasolina al por mayor, donde, estuvo hasta su viaje de regreso a Nicaragua en junio de 1526.
            Ya en el país, se dirigió a la mina de San Albino, también de propiedad norteamericana, situada en la región norte de Nicaragua, y en las vecindades de lo que más tarde sería el teatro do la guerra sandinista; allí se empleó y comenzó a realizar una labor de proselitismo entre los mineros, a favor de la causa nacionalista. En octubre había formado una pequeña columna de soldados sacados de entre los trabajadores y con sus ahorros compró unos pocos viejos rifles a traficantes de armas de la frontera con Honduras. El Partido Liberal, en armas contra el gobierno en la Costa Atlántica, peleaba una guerra que según la mira de Sandino, debía ser también una guerra contra la intervención extranjera, y por eso buscó dar su propia batalla dentro de esas filas. Libró con sus hombres el primer combate el 2 de noviembre de 1926, atacando la población de El Jícaro, en manos de fuerzas del gobierno. La mala preparación de su columna y la escasez y pésima calidad de las armas y municiones, harían que sufriera una derrota, pues no pudo ocupar la plaza. Pero aquella pérdida, sólo serviría para reafirmar su vocación de lucha; reagrupó a su gente y después de dejarla bajo seguro en un lugar, que después llegaría a ser un reducto legendario de la guerrilla sandinista, el cerro de El Chipote, en el. corazón de las montañas segovianas, se dirigió con unos pocos hombres hacia la Costa Atlántica, donde estaba el grueso de las tropas liberales, viajando por pipante a través del río Coco, en medio de la selva, travesía de muchos días y de muchas penalidades que no podía realizarse sin la ayuda de los indígenas zambos y mosquitos que pueblan la zona; soldados sandinistas durante la guerra posterior, esos indígenas formarían una eficiente aunque primitiva marina de guerra con sus pimpantes, llevando por el río guerrilleros, municiones y alimentos. Varías semanas después alcanzó al General Moncada en Río Grande y se entrevistó con él para solicitarle armas y municiones, para su gente, que según sus planes formaría una columna segoviana que operaría en la región norte del país, al iniciarse la marcha del ejército hacia el Pacífico. Moncada se negó, y Sandino siguió para Puerto Cabezas, donde estaba Sacasa con su gobierno, llegando allí para la Navidad de 1926, precisamente cuando la Marina de Guerra declaraba la zona neutral y desarmaba a Sacasa, lanzando el armamento al agua. Por la noche, alumbrándose con teas de ocote, sus hombres y él, ayudados por las personas del puerto, recogieron rifles y municiones del estuario hasta el amanecer; con estas armas, inició su viaje de regreso a donde esperaban sus soldados.
En aquellas guerras civiles los ejércitos eran formados con peones de las haciendas, y los hacendados, actuaban como generales; el gobierno reclutaba forzosamente a los campesinos para enviarlos al frente de batalla, sin ninguna preparación militar previa y armados de viejos rifles Krag que se habían utilizado en la guerra entre Estados Unidos y España a finales del siglo anterior, con lo que las mortandades eran terribles, pues además se peleaba con tácticas cerriles, avances descubiertos de infantería, encuentros cuerpo a cuerpo, sitio de poblaciones, mientras los generales permanecían a la retaguardia, siempre convenientemente lejana. Guerra civil significaba hambre y viudez, los miembros y las familias quedaban abandonadas y los caminos se llenaban de niños pordioseros huérfanos.       

            Además del rifle antiguo, a los soldados se les proveía de un par de caites de cuero, especie de sandalias descubiertas, de un salbeque con diez tiros y de un sombrero de palma con una divisa que sería o roja o verde, según fuera el partido que los reclutara, Liberal o Conservador. Este servicio militar forzoso era parte del tributo que junto con su trabajo semigratuito, el campesino nicaragüense debía pagar al dueño de la tierra, dentro del sistema servil agrícola.

            Metido en una guerra civil tradicional, Sandino aparecía como un General del pueblo que lejos de rehuir la lucha, participaba en ella brazo a brazo con los soldados de su columna, que multitudinaria pero disciplinadamente andaban tras él y tras la bandera enarbolada desde entonces en sus filas de colores rojo y negro, con la inscripción LIBERTAD O MUERTE. Iracundo por los éxitos militares de aquella columna de campesinos desarrapados, una columna popular del General abajo, que batía ferozmente al ejército conservador y salvaba del fracaso a última hora a los improvisados generales liberales, el jefe del ejército insurgente. Moncada, interrogó acremente un día de tantos a Sandino, en reclamo: -¿Y a usted, quién lo hizo General? -Mis hombres, señor - respondería él humilde pero firmemente.
Después de haber batido a las fuerzas del gobierno en San Juan de Segovia y Yucapuca tras una batalla de 12 horas, la columna segoviana de Sandino toma en marzo de 1927 la ciudad de Jinotega, marchando en el flanco derecho de Moncada, y el 2 de mayo, cuando Moncada se prepara a la rendición frente a Mr. Stimson, ocupa Sandino el Cerro del Común, frente a la ciudad de Boaco, que constituye ya una posición de avance hacia la capital. Hasta allí enviaría a buscarlo Moncada, para anunciarle las condiciones del armisticio, pero cuando Sandino llega al cuartel general ya el desarme está aceptado en consejo de generales.
Regresa al Cerro del Común y se aparta de sus hombres para que no lo vean llorar, mientras cavila amargamente sobre el eterno destino de la nación: la venta, la entrega. Igual que Moncada frente a la demanda de Mr. Stimson, Sandino examina esa larga noche de meditaciones en el Cerro del Común, dos alternativas: entregar las armas, licenciar a sus hombres; o resistir hasta la muerte frente al poderoso ejército de los Estados unidos, que tiene barcos de guerra, aviones, cañones, infinitos recursos. Los intereses que tradicionalmente se ponían en juego en las guerras civiles, indicaban que era una locura resistir; a Sandino se le estaban ofreciendo mulas, caballos, dinero, un puesto público como Jefe Político del departamento de Jinotega, prebendas y granjerías. Y la vergüenza. Pero esa noche recuerda aquella voz burlona del amigo trabajador en Tampico, que lo llamaba vendepatria. Recuerda que no había venido de tan lejos para pelear por un partido, sino por un país; que lo que importaba era no quién sería el candidato a la Presidencia en unas próximas elecciones que los marines realizarían a su antojo, sino que los Estados Unidos no tenían derecho a invadir un pequeño país, imponerle la humillación. Sandino decidió aquella noche resistir, más con ánimo de sacrificarse como un ejemplo futuro, que con pretensiones de una victoria militar. Aquella decisión transformaría una guerra civil de facciones oligárquicas, en una larga guerra de liberación nacional; transformaría una guerra de soldados reclutados a la fuerza y de generales oportunistas, en una guerra en que generales y soldados serían todos pobres e hijos del pueblo, que andarían en harapos, que se llamarían unos a otros hermanos y cuya consigna escrita al pie de todos sus documentos oficiales, junto a un sello que representaba a un campesino decapitando con un machete a un soldado yanqui, sería la de Patria y Libertad; y aquella guerra convencional de montoneras, se transformaría en la primera guerra de guerrillas librada en el continente americano.
-¿Cómo se le ocurre morir por el pueblo -le diría en su última entrevista Moncada a Sandino-. El pueblo no agradece, lo importante es vivir bien.

            Y dejándolo con una sonriente promesa de ser Presidente de un país ocupado y humillado, que ya tenía en el bolsillo. Sandino se retiró el 12 de mayo con su ejército a la ciudad de Jinotega, donde por medio de una circular telegráfica anunció a todas las autoridades de los departamentos del país, su decisión de no aceptar la capitulación, y resistir hasta las últimas consecuencias. Allí licenció a todos los que fueran casados, o tuvieran deberes de familia, para que volvieran a sus hogares. Treinta hombres permanecieron con él y con ellos se internó en aquellas ya conocidas soledades de las frías alturas de Yucapuca, tres días después de haberse casado con Blanca Aráuz, la muchacha telegrafista de San Rafael del Norte, la que había transmitido durante la recién concluida campaña, todos sus mensajes en la pequeña oficina de comunicaciones de la población. La boda se celebró la madrugada del 18 de mayo; recordaría, después que al entrar a aquella iglesia humilde que era como la de su pueblo, el olor de los cirios y de las flores silvestres, le traerían a la memoria su infancia.
El día primero de junio, dio a conocer su primer manifiesto:
"El hombre que de su patria no exige más que un palmo de tierra para su sepultura, merece ser oído, y no sólo ser oído sino también creído".

            En adelante, sus proclamas, sus cartas, hasta sus telegramas, estarían redactados en aquel lenguaje que nunca sería ni retórico ni gratuito, cargado de pasión pero también cargado de verdad. Era la voz de un artesano, de un campesino explicando su guerra en una lengua llana, pero lírica, el tono sencillo de un maestro rural en que también se dirigiría a sus generales, que lejos, con sus columnas en las selvas y en las montañas, recibían aquellas cartas del General en Jefe, que eran como lecciones, como poemas. Generales analfabetos que aprendieron a leer en el curso de la lucha y a escribir en las máquinas avanzadas al enemigo, sus propias cartas. Todo como una gran escuela. El día 16 de julio de 1927, Sandino atacó la ciudad de Ocotal, en el departamento de Nueva Segovia, protegida por una guarnición de marines; con aquella batalla que duró desde las horas del amanecer hasta la tarde, el mundo sabría que la guerra de liberación había comenzado. El 2 de septiembre de 1927, Sandino reunió a sus soldados en el cerro de "El Chipote" y en aquel recóndito e inexpugnable lugar de las montañas, fue jurado por los campesinos en armas que acudieron de todos los rumbos, el documento constitutivo del "Ejército Defensor de la Soberanía Nacional de Nicaragua", al pie del cual quedarían cientos de firmas de los que podían firmar, y la huella pulgar de los analfabetos.

            El ataque a Ocotal de dos meses atrás, había sido aún una batalla convencional, tratando de poner sitio a la guarnición de marines; los aviones yanquis acudieron pronto y bombardearon la ciudad, produciendo muchas bajas entre los sandinistas que peleaban a campo abierto y podían ser reconocidos fácilmente desde el aire, pero también entre los habitantes del pueblo. En aquel mismo mes de julio, refuerzos de tropas yanquis llegadas desde Managua con órdenes estrictas de acabar con "los bandidos" como comenzaría a llamarse a los rebeldes, habían perseguido incansablemente a los sandinistas y sostenido con ellos dos combates; uno en la ciudad de San Fernando el 25 de julio, donde los sorprendieron acampando en el poblado, y otro en Santa Clara, el 27 del mismo mes, donde también habían llevado la peor parte. La superioridad numérica, de elementos de guerra y de apoyo táctico de los marines no habría dado a los sandinistas ninguna posibilidad de resistir, si después de aquellas derrotas no cambiaban radicalmente sus tácticas. Se estaba dando paso al nacimiento de la guerra de guerrillas y Sandino y sus hombres desaparecen en las montañas para reorganizarse; entonces el servicio de inteligencia norteamericano reporta jubiloso en el mes de agosto que "los bandidos no están en capacidad de causar ya más problemas". Una semana después de constituido el Ejército Defensor, presentan su primer combate dentro de aquel estilo que los marines no podían recordar después sin terror: el de la emboscada, el ataque sorpresa, la retirada rápida, una columna enemiga esperándoles en cualquier parte de abras y senderos desconocidos, en medio de la maleza, disparando desde las copas de los árboles, aguardándoles para dejarles cruzar un río y cuando estuvieran dentro del agua, tirarles. La primera batalla guerrillera fue dada el 9 de septiembre de 1927 en un lugar llamado Las Flores, cuando una columna de marines en marcha de una guarnición a otra, es sorprendida y sufre numerosas bajas; y el 19 de septiembre, la guarnición de Telpaneca, cerca del río Coco, es víctima de un ataque relámpago. Aquellos llegarían a ser los dos sistemas típicos de la táctica sandinista de guerrillas: emboscadas a columnas en movimiento a través de la montaña; y asaltos a guarniciones en pequeños poblados. Los objetivos eran simples y claros: causar el mayor número de bajas, con la menor cantidad de municiones; apropiarse de armas, balas y otros elementos de guerra. No presentar combates prolongados, retirarse en orden por veredas que sólo ellos conocían, para reunirse más tarde en un lugar ya acordado; no dejar huellas, y recoger sus bajas. Después de un ataque y cuando los marines estaban aún esperando que el fuego continuara, ya los sandinistas iban lejos y sólo podían percibirse los ruidos de la montaña. Los bien entrenados y elegantemente uniformados soldados yanquis, sólo encontraron una frase para designar aquella pesadilla: damned country! Lluvias, mosquitos, suampos, ríos crecidos, fieras, el horror de caer de pronto en una emboscada, fiebres, nunca un enemigo visible.

            Una rama desprendida de un árbol, una piedra colocada en el camino, el remedo del grito de un animal o del canto de un pájaro, podrían ser clave del lenguaje sandinista de guerra, para indicar que los yanquis se acercaban, o para dar una orden de fuego. Todos los ruidos de la montaña eran enemigos del invasor. Cualquier campesino a cuya casa se acercaran a pedir agua u orientación, podría ser un sandinista que sembraba su pequeña parcela de maíz de día y servía como correo por la noche, o como soldado en días alternos. El 8 de octubre, el Ejército Defensor cumple por primera vez una de aquellas hazañas que tanto se repetirían también después con fuego de metralla, derriban un avión de la marina y sus pilotos son capturados y ejecutados tras juicio sumario. Una patrulla enviada en rescate de los tripulantes es sorprendida por los sandinistas en El Zapotillo el mismo día y la desbandan en derrota. La prensa norteamericana, comenzaría a pasar a tener en la época de expansión más grande de sus operaciones, a las primeras páginas aquellas noticias y en la América Latina se comentarían con júbilo. Una poetisa chilena, Gabriela Mistral -declarada luego Benemérita del Ejército Defensor, mucho antes de que ganara el Premio Nobel de Literatura- llamaría a aquellos hombres descalzos y harapientos, "el pequeño ejército loco". ¿Y dónde estaba aquel General Sandino, dónde los jefes de sus columnas volantes, dónde aquellos soldados?
Cuando los jefes tácticos de la Marina de Guerra de Estados Unidos comenzaron a querer localizar un monte llamado "El Chipote" en sus mapas, tal lugar no aparecía ni bajo ese nombre ni bajo ningún otro. El Chipote, se decían, no existe. Es un nombre creado por la fantasía de los campesinos, que interrogados por los marines sobre su ubicación sólo respondían:
-A saber, señor, para allá...

            Allá, eran Las Segovias, la región montañosa de Nicaragua que se extiende desde la frontera con la República de Honduras en el norte y que desciende por el este hacia las selvas y pantanos del Litoral Atlántico y por el noreste en suaves ondulaciones hacia las llanuras del Litoral Pacífico. Sus altos montes cubiertos de espesos pinares, centenarios y altísimos árboles que forman gigantescas grutas naturales de vegetación, parajes de roca viva por los que se precipitan los ríos, hondonadas y desfiladeros, cubren varios departamentos del país: Nueva Segovia, Estelí, Madriz, Matagalpa, Jinotega; región de ricos cafetales, de explotaciones madereras, minas, en manos de plantadores europeos o de compañías norteamericanas.

            En algún lugar de esa región y cercano a la frontera hondureña, quedaba aquel lugar mítico. El Chipote, alta prominencia defendida por desfiladeros y a la que ningún camino conocido llegaba, siempre cubierta de nubes. En sus cumbres, se habían construido rústicos ranchos de palma, viviendas, bodegas para almacenar alimentos, corrales para caballos y ganado vacuno, talleres de refacción de armas, de fabricación de municiones, sastrerías y zapaterías, todo dentro de la pobreza del ambiente. A través de la frontera con Honduras, funcionaba eficientemente un correo con la ciudad de Danlí. Por allí salían hacia el mundo los comunicados y partes de guerra sandinistas.

            El número de efectivos del Ejército Defensor, varió en distintas ocasiones, de entre 2,000 a 6,000 soldados que llegó a tener en la época de expansión más grande de sus operaciones, en 1931/1932. Sus ocho columnas, estaban bajo el mando cada una de un General, y cada columna tenía a su cargo un área territorial, para operaciones militares, organización civil y paramilitar, recolección de impuestos, lo mismo que para organización de producción agrícola que se hacía por medio de cooperativas. En esas áreas, también llegaron a funcionar escuelas de primeras letras para soldados y los campesinos. Los generales sandinistas eran campesinos y artesanos, la mayor parte de ellos segovianos, pero había también del interior del país, y de otros lugares de Centroamérica. El General Pedro Altamirano, conocido como Pedrón, indígena de Jinotega que aprendió a leer y escribir durante la campaña, era comandante de la columna número uno, que llegó a controlar los departamentos de Matagalpa y Chontales.

            El General Juan J. Colindres, también de Jinotega, comandante de la columna número siete que operó en Nueva Segovia, Estelí y, cuando la guerra alcanzó el Pacífico, en León y Chinandega. El General José León Díaz, era de El Salvador y comandaba la columna número cinco, en León y Chinandega. El General Francisco Estrada, artesano de Managua, actuaba como Jefe del Estado Mayor del Ejército; era un muchacho de extraordinario talento. El General Pedro Antonio Irías, era comandante de la columna número tres en los departamentos de Jinotega, Matagalpa y Zelaya, y había nacido en Jinotega. El General José María Jirón Ruano, de Guatemala, había estudiado su carrera militar en Potsdam. Murió fusilado en el curso de la lucha, después de ser capturado. El General Miguel Ángel Ortez, que murió peleando en la batalla de Palacagüina cuando sólo tenía 25 años de edad, había nacido en Ocotal, y era un táctico militar nato. El General Abraham Rivera, era de Jinotega y un profundo conocedor de las regiones del río Coco, de sus pobladores y de las lenguas indígenas; comandaba la columna número seis en Zelaya y Cabo Gracias a Dios. El General Carlos Salgado, de Somoto, comandaba la columna número dos que se movía en distintas direcciones, desde Zelaya en el Atlántico, hasta León en el Pacífico. Y el General Pedro Umanzor, comandante de la columna número cuatro, que cubría Nueva Segovia. Aquellas columnas volantes contaban además de su número regular de tropa, con cuadros paramilitares, se trataba de voluntarios civiles que servían como correos, y en el servicio de espionaje; existía también una red de agentes urbanos que informaba de los movimientos de salida de tropas hacia la montaña, o de la llegada de aviones. Pero había también en los cuarteles de la montaña, muchos niños huérfanos de guerra, que tenían también su papel en el ejército: se les conocía como "el coro de los ángeles". Asistían a las emboscadas y asaltos y su papel consistía en dar gritos, vivas y hacer toda clase de ruidos -un coro infantil cuyas voces se alzaban ensordecedoramente en el monte- con latas y triquitraques, dando unas veces la impresión de que el número de sandinistas era mayor, y otras, que llegaban refuerzos. Estos niños, cuando crecían, llegaban a ser soldados regulares y debían conquistar su propio rifle, como el caso del comandante Santos López. Existió también una brigada internacional, compuesta por intelectuales y estudiantes principalmente, que llegaban de distintos puntos de América Latina hasta Las Segovias, a prestar servicio militar; los hubo de México, Argentina, El Salvador, Guatemala, Costa Rica, República Dominicana, Venezuela, Colombia, Honduras. Algunos pelearon como soldados de línea, otros sirvieron en el Estado Mayor, como secretarios de Sandino; varios, allí murieron. A finales del mes de diciembre de 1927, los aviones de reconocimiento yanquis pudieron al fin descubrir "El Chipote" y comenzó entonces un intenso bombardeo que duró días de días, como preparación de un asalto por tierra para el cual concentraron cientos de soldados, la marcha de los marines hacia "El Chipote", planeada metódicamente por el General Lejeune, veterano de la Primera Guerra Mundial, comenzó en enero de 1928. Como una vez descubierta su localización aquel reducto perdía su importancia y no podía seguir siendo cuartel general, Sandino decide desocuparlo; manda entonces a fabricar muñecos de zacate que son colocados en las trincheras y demás puntos de defensa, sobre los árboles, y en el monte, mientras el Ejército Defensor retira sus columnas ordenadamente por senderos desconocidos. El día 3 de febrero, mientras Sandino recibe en San Rafael del Norte al periodista norteamericano de The Nation, Carleton Beals, a quien concede una importante entrevista, los marines conquistaron por fin la cumbre de "El Chipote", desierta y abandonada a no ser por los soldados de zacate que impasibles los miran desde sus posiciones de fuego. Poco tiempo después, el 27 de febrero, el más joven de los generales sandinistas, Miguel Ángel Ortez, quien era casi un adolescente, coge por sorpresa a una columna yanqui, y causa a los ocupantes una de sus más tremendas derrotas, en el combate de "El Bramadero". Es después de entonces que en los documentos oficiales de la Marina de Guerra puede encontrarse o que ya no se le llama a Sandino "bandido" sino "guerrillero". Era una promoción conquistada a balazos. "Lo llamamos "bandido" decía el Secretario de Estado, Cordell Hull, sólo en un sentido técnico". En enero de 1928, se celebraría en La Habana la VI Conferencia Panamericana a la que asiste personalmente el Presidente de Estados Unidos, Calvin Coolidge; el tema central de los debates en aquella asamblea, sería el de la intervención armada en Nicaragua. El nombre de Sandino es ya una bandera en toda América Latina, menos para los representantes del gobierno conservador de su patria en aquella conferencia, quienes tratan de justificar por todos los medios la presencia de Estados Unidos, y restar razón a la resistencia de Sandino. No sería por tanto raro tampoco, que el Obispo de la ciudad de Granada bendijera en una ceremonia pública las armas de los marines que salían en febrero hacia Las Segovias. Con esas actitudes quedaba claro como nunca, que aquella era guerra del pueblo. Esa guerra se extendería pronto a las regiones atlánticas bañadas por el río Coco y los ataques sandinistas tendrían allí un objeto preciso: arrasar las instalaciones de las compañías norteamericanas mineras. Sandino mueve su cuartel general de San Rafael del Norte hacia Pis, en el mes de marzo de 1928 y en abril sus tropas ocupan las minas de La Luz y Los Ángeles que como se recordará eran propiedad de la familia Buchanan que había contribuido a la derrota del gobierno de Zelaya décadas atrás. Los aviones yanquis realizan extensos bombardeos en busca de los sandinistas y arrasan pequeños poblados de campesinos: Murra, Ojoche, Naranjo, Quiboto; había comenzado el terror aéreo.
Pero las minas son incendiadas por los sandinistas, sus túneles dinamitados, los artículos de venta en los comisariatos confiscados. Los marines siguen muriendo en las selvas nicaragüenses, las listas aparecen a diario en los periódicos norteamericanos y la opinión pública comienza a inquietarse. Los senadores protagonizan acalorados debates en los que se preguntan, por qué si los marines quieren dedicarse a combatir "bandidos", no lo hacen en Chicago, contra Al Capone y sus secuaces. En abril de 1928, el Comité de Relaciones Exteriores de la Cámara del Senado, ordena la comparecencia del Secretario de Marina para que explique sobre las operaciones en Nicaragua y una resolución que adopta ese mismo mes, cuestiona la autoridad del Presidente de los Estados Unidos para mantener tropas de ocupación en aquel país. En New York, en Los Ángeles, en Chicago, en Detroit, comienzan a surgir comités de lucha antiimperialista en favor de la causa de Sandino y se celebran mítines para reunir fondos. El gobierno persigue bajo acusación de ilegalidad a estos comités, que por otra parte han aparecido en Venezuela, en México, en Argentina, en Costa Rica.
Desde Francia, el escritor Henri Barbuse saludaría públicamente a Sandino como "el General de hombres libres"; el Primer Congreso Antiimperialista reunido en Frankfurt en 1928, da pleno respaldo a la lucha nicaragüense en las montañas. En el combate de La Flor junto al río Cuas, cae el Capitán Hunter, USMC, y muchos de sus soldados; en el combate de Illiwás del 7 de agosto, los marines son otra vez derrotados. La resistencia del Ejército Defensor parece imbatible y frente a la presión interna de los Estados Unidos y el clamor internacional que sigue creciendo, la Marina de Guerra da su primer paso atrás: no comprometerá ya a sus hombres en acciones de guerra directas y sólo los utilizará como "asesores técnicos". En adelante, el grueso de la responsabilidad de fuego corresponderá a un ejército local, creado y entrenado por los marines, la Guardia Nacional de Nicaragua, que se funda en diciembre de 1927 mediante un contrato entre los gobiernos de Estados Unidos y Nicaragua, y que entraría en operación un año después. El combate de Cuje del 6 de diciembre de 1928, sería la última "batalla oficial" de las fuerzas de ocupación en Nicaragua, aunque un número posterior de muertos que siguen produciéndose en sus filas, probaría que aquel retiro no sería tan verdadero.
El triunfo electoral que dos años antes Mr. Stimson había dejado entrever al General Moncada, se produce a .finales de 1928. El Partido Liberal con Moncada a la cabeza gana las elecciones presidenciales que se realizan en noviembre. Las mesas electorales son presididas por oficiales yanquis y están integradas por marines; el General Charles McCoy, nombrado por el Presidente Coolidge, Director del Consejo de Elecciones de Nicaragua, es el que cuenta los votos. Moncada toma posesión de aquel cargo largamente esperado el 1° de enero de 1929, y no busca de ninguna manera el retiro de los marines del territorio, a pesar de que Sandino seguía proclamando todos los días, que apenas el último soldado interventor saliera del país, la guerra quedaría concluida. Más bien. procura conservar la presencia de aquellas fuerzas y redoblar la lucha contra Sandino, para lo cual crea una especie de ejército particular al margen de la Guardia Nacional, al que denomina "fuerza de voluntarios", que bajo el mando de un aventurero mexicano, Juan Luis Escamilla, comete toda clase de atrocidades en Las Segovias.

            Al entrar el año de 1929 y frente a la decisión de los marines de continuar en el país, y la de Moncada en mantenerlos, Sandino avizora una lucha más prolongada; se trata ahora de una guerra nacional de resistencia de la cual ha desaparecido cualquier vestigio partidista; se enfrenta por igual a liberales y conservadores, a la oligarquía amparada en la intervención.
Para hacer frente a aquella perspectiva de una guerra larga, Sandino sabe que necesitará mucho más recursos de los que tiene, pues hasta entonces sus armas son los pocos rifles anticuados de la pasada guerra civil, o los que se arranca a los marines en las emboscadas y combates; la solidaridad internacional produce muy poco en ayuda efectiva de municiones, armas, alimentos, medicinas. Por eso decide en enero de 1929, escribir al Presidente Provisional de México, Emilio Portes Gil, pidiéndole la autorización de viajar allá, llevando en mente buscar personalmente la ayuda que necesita; los comités más entusiastas de apoyo a su lucha, están en México. Mientras tanto, la represión contra los campesinos que viven en las áreas donde se desarrolla la guerra, se vuelve cada vez más cruel; se incendia sus ranchos, se destruyen sus siembras y se les obliga a abandonar sus hogares, para ser llevados a distantes sitios que sirven como campos de concentración. A todos se les sospecha ser miembros o colaboradores del Ejército Defensor. Según un reporte de The Foreign Policy Association, murieron sólo en el año de 1929 en esos campos de concentración, más de 200 personas entre mujeres y niños, a causa del hambre y el frío. Al comenzar a operar meses después la columna del famoso Teniente Lee, famosa por sus crueldades, torturas y mutilaciones, se redoblaría el terror. (La fotografía de un soldado norteamericano sosteniendo en su mano la cabeza de un nicaragüense asesinado, sería publicada en todo el mundo). Al sobrevenir ese mismo año de 1929 la crisis económica mundial, la empobrecida economía nicaragüense que depende de sus exportaciones de café, sufre junto con la de los otros países centroamericanos, un grave colapso; sobreviene la total desocupación en el campo, el hambre; se endurece la represión y cientos de campesinos engrosan las filas sandinistas; para toda esa nueva gente era necesario conseguir más rifles. Sandino sale hacia Honduras en viaje a México en mayo de 1929 y a finales del mes llega secretamente al puerto de La Unión, en El Salvador, de donde sigue hacia Guatemala; el 28 de junio arriba al puerto de Veracruz, y es recibido por una gran multitud; va acompañado de lugartenientes que pertenecen a las brigadas internacionales; Farabundo Martí, líder comunista salvadoreño, asesinado en 1932 en su país cuando fue reprimida sangrientamente una rebelión campesina que dejó más de diez mil muertos; José Pavietich, del Perú; José de Paredes, de México; Gregorio Gilbert, de la República Dominicana. Allí se les juntaría también su hermano Sócrates, quien llegaba de los Estados Unidos, donde había participado en los mítines sandinistas en New York. En Veracruz, recibe instrucciones del gobierno de dirigirse hacia Mérida, Yucatán, donde debe aguardar la oportunidad de seguir viaje a la ciudad de México; allí debe instalarse, pues, y esperar por aquel aviso que tarda mucho en producirse. Las presiones en la capital para que no sea recibido, de parte del Embajador de Estados Unidos, son muchas, y las intenciones del gobierno mexicano de ayudarle efectivamente, comienza Sandino a darse cuenta da que nunca han sido muy claras. Desesperado, Sandino escribe al Presidente Portes Gil de nuevo en enero de 1930 y al fin es autorizado para ir a México, adonde llega el 27 de enero a bordo de un avión que ha sido bautizado con su nombre; en el aeropuerto, delegaciones sindicales, organizaciones juveniles, periodistas, los miembros del comité sandinista lo esperan. Se entrevista con Portes Gil el día 29, pero tras tanto tiempo aguardando, de aquella gestión no resultaría nada concreto. Regresa a Mérida y allí se embarca secretamente hacia Nicaragua, adonde penetra de nuevo a través de la frontera con Honduras y el 16 de mayo de 1930, está ya en sus cuarteles de la montaña. En su ausencia, había quedado al mando de las fuerzas el General Pedro Altamirano, y si es cierto que la actividad había decrecido, gran parte del ejército que permanecía inactivo, estaba en espera del nuevo llamado, pues aquel tipo de soldados -agricultores- siempre estaban de alta. Ya Sandino de regreso, la lucha recrudece inmediatamente y se abren nuevos frentes, llegando las columnas hasta territorios nuevos, cada vez más cerca de las áreas mayormente pobladas del país en el Pacífico. Se dan las batallas de El Bálsamo, El Tamarindo y San Juan de Telpaneca en junio de 1930; Blanca, la esposa de Sandino, es obligada a trasladarse de San Rafael del Norte a la ciudad de León, donde queda bajo vigilancia militar. Las insurrecciones y motines en las guarniciones de la Guardia Nacional, por parte de soldados nicaragüenses, comenzarían a repetirse; dando muerte a los comandantes yanquis, estos soldados se pasaban con todo y sus armas a las filas sandinistas; y se dieron casos también de deserciones de soldados norteamericanos, que llegaron a los cuarteles de Sandino a entregar sus armas. A finales de 1930, el gobierno de Moncada ordena el cierre de todas las escuelas en el país, por falta de recursos; su gobierno languidece completamente y cada vez el poder de los interventores se impone con más crudeza.

            La columna temible del General Miguel Ángel Ortez, aquel militar casi adolescente cuya cabellera rubia desplegaba al viento era como un símbolo de la resistencia, llega a atacar la ciudad de Telica, en el departamento de León, ya cerca de la capital, en noviembre de 1930 y en diciembre, esta misma columna infringiría a los marines una de las derrotas más decisivas de la guerra: el 31 de diciembre, una columna formada sólo por norteamericanos, es sorprendida en el camino de Achuapa, todos resultan muertos, excepto dos que logran huir.
La noticia causó en Estados Unidos un impacto extraordinario y los debates se redoblaron en los diarios y en el Senado. En febrero de 1931, el Secretario de Estado que era ahora el antiguo negociador de la paz en Nicaragua, Mr. Henry L. Stimson, nombrado por el Presidente Herbert J. Hoover que había tomado posesión en 1929, se ve obligado a declarar que las fuerzas de ocupación sólo permanecerían en Nicaragua hasta inmediatamente después que se celebraran las elecciones presidenciales, en noviembre de 1932; aquel era otro paso atrás.

            En el mes de abril de 1931, el Ejército Defensor lanza una amplia ofensiva sobre las plantaciones de la United Fruit Company en la región de Puerto Cabezas en el Atlántico. Recios combates se dan en Logtown y el río Wawa; el Ejército Defensor, después de arrasar con los campamentos de la United Fruit, avanza sobre Puerto Cabezas, lo que provoca la apresurada llegada de barcos de guerra norteamericanos y el desembarco de soldados; los sandinistas ocupan en cambio Cabo Gracias a Dios, hacia el norte y cuando ya han salido de allí, los aviones bombardean el pueblo. Al día siguiente de estos sucesos, Mr. Stimson hace saber públicamente desde Washington, que el gobierno de los Estados Unidos ya no ofrecerá ninguna protección, ni a la vida ni a la propiedad de personas norteamericanas en Nicaragua, la United Fruit, había recurrido al Departamento de Estado en demanda de aquella protección, pues los ataques sandinistas les habían dejado millones de dólares en pérdidas. La decisión de Estados Unidos de sacar su Ejército de Nicaragua, era ya irreversible. La sombra de gobierno que era el de Moncada, llega a desvanecerse completamente el 31 de marzo de 1931, un terremoto destruye completamente la dudad capital de Managua y es el Comandante de la Marina el que se convierte en el verdadero gobernante del país. Entre los años de 1931 y 1932, la guerra sandinista alcanzaría las proporciones de una guerra nacional. Excepto la región del Pacífico más cercana a la capital, todos los demás lugares- para no hablar de Las Segovias que es dominio absoluto de Sandino- comenzarán a ser alcanzados por las incursiones de las columnas rebeldes, que llegan hasta Santo Domingo de Chontales, región ganadera y también minera en las llanuras orientales del Gran Lago de Nicaragua, o hasta Ciudad Rama en la confluencia de los ríos tributarios que forman el caudal del río Escondido, puerto fluvial del Atlántico en el sudeste; ocuparán la ciudad de Chichigalpa en la costa occidental y sobre la vía férrea que lleva a la capital, en el mes de noviembre de 1931, lo cual según un despacho del Embajador de Estados Unidos en Managua, conmocionó a la ciudad, y el 2 de octubre de 1932, ocuparían San Francisco del Carnicero, en la costa norte del Lago de Managua.

            Mientras tanto, los asuntos de política criolla tendrían que arreglarse con el Departamento de Estado apresuradamente: el Partido Liberal nombra como candidato presidencial a una vieja figura postergada tantas veces, que al fin recibía su turno: el Dr. Juan Bautista Sacasa, que regresaba de Washington, ungido debidamente; el Congreso de Estados Unidos, rechazaría sin embargo una apropiación de fondos para financiar aquellas nuevas elecciones.

            Cuando se acercaban los comicios el Embajador de Estados Unidos impone a los dos partidos tradicionales un pliego de condiciones, una de las cuales es que al retirarse en enero del año siguiente las fuerzas de ocupación, tendrá que designarse de común acuerdo entre todos ellos, a un Jefe-Director de la Guardia Nacional, que sería por primera vez un nicaragüense.

            Al resultar electo Sacasa en noviembre de 1932, como ya se esperaba, el candidato del Embajador norteamericano para dirigir la Guardia Nacional, es escogido; se trata de un sobrino político de Sacasa, Anastasio Somoza García. Somoza había estudiado mecanografía y comercio en una escuela de Filadelfia, y allí había aprendido a hablar inglés con los giros del slang de los choferes de taxi, cosa que divertía muchísimo al Embajador yanqui, un anciano llamado Mr. Hanna y había cautivado a su esposa, no tan vieja como él; Somoza, que era asiduo de la Embajada, había ganado su generalato nombrándose él mismo, después de asaltar al comienzo de la pasada guerra constitucionalista el cuartel de San Marcos, su pueblo natal, y ser rechazado por las fuerzas conservadoras. Dentro del mecanismo de poder que los marines heredaban al retirarse, la Jefatura de la Guardia Nacional era el puesto clave: por primera vez el país tendría un ejército profesional, que debido a su institucionalidad y a las condiciones políticas del país, que quedaba desgarrado y confundido después de más de veinte años de intervención extranjera, tendría que jugar un papel que como se probaría después, sería aplastantemente decisivo; era un ejército armado, entrenado e inspirado para actuar como una fuerza de ocupación en su propio país. El día primero de enero de 1933, el último contingente de la Marina de Guerra de los Estados Unidos de América se embarcaba en el puerto de Corinto y dejaron Nicaragua. Seis largos años de solitario heroísmo de un puñado de obreros y campesinos, sufriendo privaciones, viviendo en la inclemencia de la montaña, peleando a brazo partido por su nacionalidad, habían logrado aquella victoria. Y empeñando la palabra sometida, de concluir su lucha apenas el último invasor se fuera, Sandino estuvo de inmediato dispuesto a negociar; su carta anunciando sus puntos de paz, estuvo en manos de sus agentes desde el mes de diciembre de 1932, y fue entregada a Sacasa el mismo día que los marines salieron. El gobierno organizó una misión de paz, que encabezada por el Ministro del Trabajo, un intelectual y líder sindical, el señor Sofonías Salvatierra, llegó a Las Segovias y se entrevistó con Sandino; el día 23 de enero, se declara una tregua de hostilidades y el 2 de febrero de 1933, el General Sandino llega en avión a Managua, para discutir con el Presidente Sacasa las condiciones de la paz. La gente lo aclama tumultuosamente en el aeropuerto y en las calles, todo el mundo quiere conocer a aquel hombre, tan pequeño de estatura y tan sencillo, que había cumplido una hazaña tan increíble. Para muchos, ese General de los humildes en cuyo rostro de muchacho se pintaban las huellas de las durezas de la lucha, había conquistado un derecho que los políticos entregados a los intereses de las compañías yanquis nunca habían tenido en cuenta: el de la nacionalidad, el de poder llamarse nicaragüenses, centroamericanos, latinoamericanos, el derecho de no ser colonos de un imperio. A la medianoche del 2 de febrero de 1933, el convenio de paz se firma en la Casa Presidencial; Sandino es requerido para quedarse en la ciudad y recibir homenajes, pero a todo se niega. Dice que no es hombre de agasajos y prefiere regresar a las montañas, donde sus hombres, como tantas veces, esperan su regreso. El 22 de febrero de 1933, el Ejército Defensor de la Soberanía Nacional de Nicaragua es oficialmente desarmado en San Rafael del Norte. De lugares alejados y recónditos llegarían las columnas de aquellos hombres, muchos de ellos, ancianos, otros aun niños, cubiertos de lodo, de sudor, de polvo, sin zapatos, a pie con sus viejos rifles, otros pocos en cabalgaduras, su bandera roja y negra flameando en un palo cualquiera de la montaña, entrando a la población por cienes, bajo la más estricta disciplina, a colocar sus armas en los lugares indicados, para regresar sin ninguna recompensa, sin haber esperado nunca nada, a sus hogares, a sus pueblos, a sus familias, miles de hombres que sólo pagaban sus afanes con aquella victoria. Sandino seleccionó a un grupo de cien de sus soldados para formar la guardia personal que se le garantizaba en los convenios de paz; con ellos se retiraría a las regiones vírgenes de Wiwilí en las márgenes del río Coco, selva adentro, donde pretendía organizar una cooperativa agrícola y de explotación minera entre los campesinos. Quedaba sin embargo, pese a los abrazos de paz y a las celebraciones, un punto no completamente aclarado para Sandino: el hecho de que la Guardia Nacional entraba a cumplir un papel de ejército de ocupación, no le pasaría nunca desapercibido; persistiría la hostilidad de aquel ejército para con los hombres de Sandino, que tan grandes derrotas le habían causado. Esta hostilidad, a lo largo del año de 1933, no cesó de provocar la persecución a los sandinistas en sus poblados y caseríos, adonde habían vuelto: encarcelamientos, ataques a los sitios donde se comenzaban a formar las cooperativas, y que en ocasiones degeneraban en verdaderos combates. Sacasa era un hombre débil, indeciso, que no tenía ningún control sobre el Ejército. Sandino hace varios viajes a Managua, para discutir con Sacasa aquellas dificultades y cada vez declara a los periódicos que consideraba a la Guardia Nacional como un ejército creado al margen de la constitución política del país y de las leyes, como resultado de un acto ilegal del poder interventor. El último de aquellos viajes, tendría lugar en febrero de 1934. La noche del 21 de febrero de 1934, cuando Sandino bajaba de la Casa Presidencial después de haber asistido a una comida con el Presidente Sacasa, el automóvil en que viajaba junto con su padre, con el Ministro Salvatierra, y con los generales Estrada y Umanzor, es detenido frente al Cuartel del Campo de Marte por una patrulla de soldados de la Guardia Nacional, que los conminan a bajarse. Salvatierra y el padre de Sandino, son llevados prisioneros por aparte y los tres generales, conducidos por rumbo diferente.

            El día anterior por la tarde, Sacasa había firmado un decreto nombrando a un General sandinista, Horacio Portocarrero, delegado militar presidencial, con jurisdicción en los departamentos segovianos del norte; con esto, Sacasa se decidía a buscar un equilibrio de su autoridad minada por Somoza como Jefe de la Guardia y a la vez aseguraba a Sandino tranquilidad en sus cooperativas. Pero Somoza, que veía en aquella medida un golpe mortal para su ambiciones de poder, reunió la tarde del 21 de febrero apresuradamente a los oficiales de su confianza y les expuso la necesidad de liquidar a Sandino de inmediato, para lo cual contaba con la venia del Embajador de los Estados Unidos en Nicaragua, Arthur Bliss Lane. Aquella voz del procónsul yanqui transmitida por Somoza a los oficiales significaba una sentencia de muerte y todos se dieron prisa en aprobarla. Cuando desde su celda don Gregorio, el padre de Sandino, oyó en el silencio de aquella cálida noche de Managua disparos en la distancia, dijo a Salvatierra: "Ya los están matando; el que se mete a redentor muere crucificado". Pero aquellos balazos escuchados eran más bien los del asalto de la Guardia Nacional a la casa de Savatierra, donde se alojaba Sandino con su gente; allí se trabó un breve combate en el que resultó muerto Sócrates, el hermano menor de Sandino. El General Santos López, logró huir herido. Mientras tanto, Sandino y sus dos generales lugartenientes habían sido conducidos al lugar de su ejecución, unos terrenos baldíos en las afueras de la ciudad, cercanos al campo de aviación.  Fueron colocados frente a una zanja excavada con anterioridad y allí, a la luz de los focos de un camión, asesinados con fuego de metralla y de fusiles; sus cuerpos, una vez despojados de sus ropas y objetos personales que se vendieron al día siguiente en Managua (relojes, anillos) fueron lanzados a la zanja. 

El lugar de aquella tumba sería guardado en adelante en Nicaragua, y hasta hoy, como secreto de Estado. Al día siguiente, patrullas de la Guardia Nacional cayeron sorpresivamente sobre los campamentos de las cooperativas agrícolas del río Coco y más de trescientos campesinos fueron masacrados. La última resistencia en ser vencida fue la del General Pedro Altamirano, muerto a traición un año después y decapitado, siendo llevada a Managua su cabeza. Somoza, que apenas dos meses después del asesinato admitía en un discurso pronunciado en la ciudad de Granada, haberlo cometido "por el bien de Nicaragua", con el respaldo del Embajador norteamericano; al poco tiempo y con el apoyo de Estados Unidos también, derrocó en 1936 a su tío político, el Presidente Sacasa y se hizo elegir después, con mejor suerte que la de su par el General Chamorro, pues siguió reeligiéndose sucesivamente por espacio de veinte años, amasando a la par una incalculable fortuna hasta que en septiembre de 1956 un joven poeta, artesano de la ciudad de León llamado Rigoberto López Pérez, lo abatió a tiros en el curso de una fiesta con la que se celebraba su proclamación para nuevo período presidencial; heredó a su familia el poder que la intervención extranjera le había deparado y el nombre de Sandino estuvo prohibido por medio siglo en Nicaragua, hasta el triunfo de la revolución sandinista el 19 de julio de 1979.

            La lucha de seis años del General Sandino en las montañas nicaragüenses a la cabeza de un puñado de campesinos y obreros, debe verse como resultado histórico de siglos de dominación extranjera en su patria y de la constante entrega de los grupos dominantes a esos mismos poderes externos. Aquellos hombres peleando a brazo partido con sus machetes de trabajo y sus viejos rifles, fabricando bombas en latas vacías de conservas y rellenándolas de piedra y fragmentos de hierro, derribando aviones enemigos y casi a pedradas, manteniendo siempre una alta moral de lucha frente a un ejército cien veces más poderoso, probaron algo que hasta antes de la aparición de ese ejército del pueblo, habían quedado escondidos en los vericuetos de la historia latinoamericana; la hermosa posibilidad de que unos campesinos, con sus líderes propios, con sus tácticas forjadas al golpe de la marcha, con su doctrina surgida del proceso mismo de la lucha, organizaran una resistencia exitosa por la autonomía nacional.
El pensamiento político de Sandino expresado en sus cartas y demás documentos no es el resultado de una preparación intelectual, porque un artesano que dejó sus herramientas para pasar directamente al combate, difícilmente pudo tener una formación semejante; pero precisamente, porque lo que piensa no es más que el resultado de su experiencia cotidiana como jefe de esa guerra de resistencia y porque las circunstancias de la lucha son las que van modelando ese pensamiento, es que todo lo que dice y proclama, tiene la carga de la verdad.
Despojado de la vieja retórica latinoamericana de los políticos decimonónicos que aún reinan en pleno siglo XX, el pensamiento de Sandino pasa a convertirse en algo que posee relieves reales, producto de la praxis. Sus palabras se cargan de profundo sentido político, en tanto que son expresión de una verdad que no admite recovecos, tanteos, engaños, disfraces o retrocesos; expresa, simplemente, una lucha sin cuartel contra el imperialismo.
El último soldado de aquel ejército, el más pequeño niño del "coro de los ángeles", sabía y sentía que todos los sacrificios no tenían más meta que la expulsión del invasor y que el invasor representaba la causa de la opresión en Nicaragua. Repetidas veces el antiimperialismo de Sandino toca fondo en el clamor de justicia largamente soterrado en el corazón del hombre latinoamericano, secularmente oprimido, sencillamente porque esa opresión no es sino resultado del dominio extranjero. No en balde quienes estaban en armas contra la poderosa Marina de Guerra ¿e los Estados Unidos eran campesinos sin tierra, siervos de la United Fruit y de los terratenientes criollos, jornaleros, aparceros, braceros, desde los tiempos coloniales.

            Durante los años de la lucha Sandino estuvo internacionalmente solo, aturdido por un coro de alabanzas y exaltaciones líricas, de apoyos retóricos, con lo cual no bastaba para comprar un solo cartucho; en el extranjero lo acosaban los oportunistas, los sectarios; muchos de los que desde el frente civil lo apoyaron en Nicaragua, eran viejos políticos, algunos bien intencionados pero cortados según las medidas liberales del siglo XIX latinoamericano. Y había que ver cómo florecían entre ellos los candidatos a la Presidencia de la República.
Y a la hora de cesar la lucha y entregar sus armas, aun sabiendo que se encaminaría incluso al sacrificio de su vida, Sandino ejecuta su inmolación sin más alternativas. Los norteamericanos salían de Nicaragua y terminaba la era de su presencia física en el territorio nacional; entraba Estados Unidos en una nueva época de sus relaciones con América Latina y el big stick del primer Roosevelt, se cambiaba en "'el buen vecino" del segundo Roosevelt. Y en el contexto de la política mundial, las luchas democráticas comenzaban a enderezarse contra el fascismo en Italia, el nazismo en Alemania, el militarismo en Japón. Pronto sobrevendría la guerra civil española. Por eso, preguntarse por qué Sandino no prosiguió su lucha hasta la conquista del poder, no es más que una proposición romántica; cumplió con su tarea, fue incluso al sacrificio para que su vida y sus acciones, las de sus hombres, pudieran ser recordadas como ejemplo en el futuro latinoamericano.