El imponente Cerro de los Siete Colores en Purmamarca, Jujuy (Argentina)

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martes, 27 de junio de 2017

MISION IMPOSIBLE: COBRAR IMPUESTOS A LA OLIGARQUÍA

Por Sergio Daniel Aronas – 27 de junio de 2017

Buscando información en internet sobre la historia de la tributación en la Argentina, encontré este artículo que me llamó poderosamente la atención porque se conoce muy poco la relación entre los poderosos sectores del campo y la forma en que pagan impuestos, mejor dicho, la forma y el poder que tiene el Estado Nacional para aplicarles una tasa de imposición de acuerdo a su capacidad de pago y al volumen de riqueza que posee.

Esta historia refleja, sin dudas, las enormes dificultades que ha tenido el estad Nacional a lo largo del tiempo para que la oligarquía terrateniente pague impuestos porque quienes gobiernan pertenecen a las clases terratenientes, por lo tanto, cualquier intento de obligarlos a tributar por ley chocan contra ese obstáculo y por sobre todas las cosas, resulta evidente que muchos legisladores ocupan puestos decisivos tanto en la Cámara de Diputados como en la de Senadores, lo cual constituye una barrera infranqueable a los intentos del estado para tratar cualquier proyecto de ley impositiva.

El sector agropecuario ha sido siempre durísimo de cobrar y mucho más durísimo para pagar y el ejemplo más reciente lo tenemos cuando se rebelaron contra la resolución 125 de 2008 del Ministerio de Economía bajo la presidencia de Cristina Fernández de Kirchner cuando implantó la retenciones móviles y toda la clase propietaria de las tierras se unieron en Santa Alianza para combatir esa medida, que finalmente consiguieron derogarla en el famoso debate del Senado cuando Julio Cobos, vicepresidente de la Nación y presidente del Senado dio su tristemente célebre “voto no positivo” y truncó la resolución.

Buena parte de la historia argentina en materia de impuestos, es la historia de la larga lucha del estado argentino por disciplinar no solo a la burguesía terrateniente sino a todos los sectores poderosos que a lo largo del tiempo le dieron forma a la estructura económica de la Argentina.

La oligarquía terrateniente fue toda su vida la clase más golpista, más salvaje y represora que ha existido en la Argentina porque siempre recurrió a las Fuerzas Armadas para derrocar los gobiernos elegidos por el pueblo debido a que éstos sancionaron leyes que afectaban sus intereses. Esas leyes era el pago de tributos que les recaían en su condiciones de propietarios, por la no explotación de la tierras, por el manejo del comercio exterior vía retenciones o impuestos aduaneros. Todos los golpes de estado dados por los militares terminaban con la derogación de esas leyes tributarias como sucedió con el derrocamiento de Juna Domingo Perón en 1955 disolviendo el Instituto de Promoción del Intercambio (IAPI) o el de 1973 que eliminó el impuesto a la renta normal potencial de la tierra.

Ponemos a nuestros lectores la totalidad de este meduloso trabajo porque forma parte de la historia que no se conoce porque los grandes capitalistas y terratenientes nunca dicen lo que ganan ni porque se resisten tanto a pagar los impuestos que por ley les corresponden. En la Argentina el estado no aplicó mano dura a los dueños del país con el mismo rigor que hizo en su momento George Washington para sofocar la rebelión de los productores del whisky que se negaron a pagar sus impuestos.

Nuestro país tuvo sus oportunidades de dominar a estos sectores y avenirse a los mandatos del poder fiscal del estado. Quizás solamente el Gral. José de San Martín con todas las dificultades que tuvo para reunís en 1816 los 500.000 pesos de la época para levantar al Ejército de Los Andes, no vaciló en llenar las cárceles de capitalistas sino respondían a sus llamado a contribuir a la formación de la fuerza libertadora.

Ganancias e impuestos forman parte de los más sagrados secretos de los terratenientes de la Argentina. Esta magnífica investigación que ponemos a disposición de los lectores del blog es una inmensa contribución al conocimiento de las relaciones entre el estado, los dueños de la tierra y la política impositiva. Espero que les guste.
  


IMPUESTOS Y TERRATENIENTES EN LA ARGENTINA: UN BALANCE

José Antonio Sánchez Román - Universidad Complutense de Madrid, España
sanchezroman@ccinf.ucm.es

Anuario del Instituto de Historia Argentina, nº 14, 2014. ISSN 2314-257X
Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Centro de Historia Argentina y Americana
ARTÍCULO/ARTICLE
Cita sugerida: Sánchez Román, J. A. (2014). Impuestos y terratenientes en la Argentina: un balance. Anuario del Instituto de Historia Argentina, (14). Recuperado a partir de: http://www.anuarioiha.fahce.unlp.edu.ar/article/view/IHAn14a07

Resumen

En este artículo se ofrece un balance de lo que sabemos –y de lo que aún desconocemos- sobre la historia de la relación entre los impuestos y los productores rurales en la Argentina contemporánea. Se lleva a cabo un recorrido por la historiografía sobre los impuestos al mundo agrario en los siglos XIX y XX tanto en el plano nacional como en el provincial y se señalan los aspectos que aún necesitan mayor investigación en este campo.

Palabras clave: Impuestos; Mundo rural; Historiografía; Federalismo.

Taxes and landowners in Argentina: an overview

Abstract
This article provides an overview of our knowledge on the history of taxation on rural producers in modern Argentina. It explores the historiography written about the nation and the provinces and both for the nineteenth and the twentieth century and it underlines those subjects and questions that need further research in the future.

Keywords: Taxation; Landowners; Historiography; Federalism.

En este artículo se ofrece un balance de lo que sabemos –y de lo que aún desconocemos- sobre la historia de los impuestos y los productores rurales en la Argentina contemporánea. En una historia complicada, en primer lugar porque el llamado “campo” encierra una importante complejidad interna. La historiografía sobre el siglo XIX ya ha señalado que la imagen de un mundo rural polarizado, con un predominio absoluto de los grandes propietarios es engañosa y que el sector agrario era diverso y complejo. Esa complejidad ha seguido aumentando a lo largo del siglo XX, y la diversidad de situaciones (tamaños de propiedad, formas de producción, formas de tenencia) es enorme. Sin embargo, con respecto a la cuestión impositiva, la atención historiográfica y las fuentes que poseemos nos permiten conocer mejor la reacción de los representantes corporativos del mundo rural y del sector más alto del mundo rural, los terratenientes pampeanos. En segundo lugar, es habitual identificar al mundo rural argentino con la pampa húmeda. Sin embargo, los gravámenes sobre la producción agraria podrían ser muy importantes para ciertas provincias y por tanto resulta esencial asomarnos a la reacción de los propietarios rurales del interior argentino. Este es uno de los terrenos sobre los que aún tenemos que saber más. Curiosamente, a pesar de la importancia contemporánea de esta historia (y con excepción del caso de Buenos Aires) poseemos más trabajos sobre el siglo XIX, en particular para la primera mitad, que sobre el siglo XX.

Impuestos y terratenientes en el siglo XIX

La primera mitad del siglo XIX vio como los arreglos institucionales y económicos del período colonial colapsaron. Las nuevas autoridades del Río de la Plata tuvieron que buscar nuevas fuentes de recursos o reconstruir en una nueva escala las que habían funcionado durante la era colonial. Los intentos de unificación de la región fracasaron y desde la década de 1820 las llamadas provincias se convirtieron en territorios soberanos más o menos autónomos. Esto significaba que nuevas autoridades tenían que construir sus tesoros, en un contexto de profunda inestabilidad e incluso guerras civiles. Dentro de este contexto, la inserción en la economía atlántica a través de las exportaciones de productos pecuarios de Buenos Aires y otras provincias del litoral les garantizó una mayor prosperidad que al resto de provincias argentinas. A pesar de ello, incluso en Buenos Aires el valor de la tierra era relativamente pequeño en comparación con otros activos (Hora, 2010). Por ello, gravar la tierra no aportaba la base necesaria para la construcción de los tesoros provinciales. En muchas provincias la riqueza mercantil era más conspicua que la rural y no es extraño que el comercio se convirtiera en el objetivo fiscal de los incipientes tesoros.

Fue en Buenos Aires donde se intentó con más constancia transformar las estructuras fiscales heredades de la colonia. En 1821 se introdujo la llamada contribución directa, un gravamen sobre los capitales invertidos en la actividad agropecuaria, incluida la tierra (el gravamen no sólo estaba dirigido a los terratenientes, sino que afectaba a propiedades comerciales, urbanas, etc.). El objetivo era transforma la contribución directa en la clave del sistema impositivo de Buenos Aires, y reducir la dependencia de los gravámenes sobre el comercio exterior.1 El intento fue en vano (Gelman & Santilli, 2006; Irigoin, 2006).

Las alícuotas de la contribución directa para los productores agropecuarios eran bajas y los pequeños propietarios estaban exentos. Además, las tasas no se modificaron desde 1822 hasta 1853. El sistema se basaba en declaraciones voluntarias de los propietarios, por lo que no tuvo el resultado que los recaudadores esperaban. (Santilli, 2010). En la primera mitad del XIX, la contribución directa (incluyendo la tasa sobre capitales no agrarios) nunca aportó más del 6% de los ingresos de la provincia. La fuente principal de recaudación fue siempre la aduana. En momentos de dificultades, cuando la aduana no funcionaba (por ejemplo, con ocasión del bloqueo francés de 1839), el gobierno intentó reformar el impuesto para obtener más ingresos, vigilando más detenidamente a los contribuyentes y ampliando la base impositiva. En todo caso, la resistencia de los propietarios a la contribución directa fue constante. Desde un principio, los propietarios se quejaban del gravamen al que consideraban injusto. La resistencia se traducía en la evasión, en la falta de presentación de declaraciones, mostrando lo precario de los instrumentos recaudadores del estado y la facilidad para evitar el pago. En general los capitales urbanos y comerciales se vieron más afectados por la contribución directa que los capitales rurales (Irigoin, 2006).

En algunas instancias la protesta tenía más repercusiones, como en 1834, cuando un intento de reforzar la contribución culminó con la caída del gobernador Viamonte. Los propietarios estaban ampliamente representados en la Sala de Representantes y bloqueaban cualquier posibilidad de aumento de las tasas. En el caso de las reformas de 1838-1839, la resistencia pudo llegar más lejos y la crítica a la contribución directa formó parte del arsenal discursivo de los estancieros que se levantaron contra Rosas. (Gelman & Santilli, 2006; Santilli, 2010).

No obstante los conflictos entre los propietarios rurales y el estado tenían muchas veces un origen político y no simplemente impositivo. El embargo decretado por el gobierno de Juan Manuel de Rosas en 1840 contra los bienes de los estancieros unitarios respondía a la acuciante necesidad de recursos provocada por el bloqueo francés del puerto de Buenos Aires y la inestabilidad militar interna. Pero la confiscación puede verse como una medida de castigo político, a los enemigos unitarios, más que como una medida fiscal. Por supuesto, estos bienes embargados aportaron recursos al erario y en particular la apropiación de ganado por parte del estado tuvo el efecto de un gravamen confiscatorio. No obstante, las tierras quedaron exentas del pago de la contribución directa cuando fueron expropiadas y en la mayoría de los casos finalmente fueron restituidas (Gelman & Schroeder, 2003; Santilli, 2010).

La provincia de Buenos Aires al menos podía contar con la recaudación aduanera e incluso, a pesar de no haber alcanzado sus objetivos, la contribución directa (no exclusivamente sobre la actividad rural) le permitía a Buenos Aires sustanciales recursos (Irigoin, 2006). Además, aunque recursos peligrosos, Buenos Aires podía recurrir al endeudamiento o a la emisión de papel moneda y la salida inflacionaria a sus problemas fiscales (Halperin Donghi, 1982; Irigoin, 2000).

Otras provincias rioplatenses no gozaron de los mismos recursos que Buenos Aires y, aunque con importantes variaciones entre ellas, el largo período de conflictos bélicos que asoló el Río de la Plata durante la primera mitad del siglo XIX las afectó profundamente. Sobre las cuestiones impositivas en las provincias y su relación con los productores rurales aún necesitamos más estudios.2 La conexión con la economía atlántica, con excepción de algunas provincias del Litoral, no se desarrolló como lo estaba haciendo en Buenos Aires. Sus sectores productivos eran en la mayoría de los casos muy pequeños o se habían visto fuertemente afectados por las guerras de independencia y civiles. Donde se creó más riqueza y una economía exportadora más dinámica, como en Corrientes o Entre Ríos, el conflicto con Buenos Aires por el control de los ríos y la salida de las exportaciones significaba que los ingresos aduaneros no estaban garantizados. Cuando la situación era favorable, eran los impuestos al tráfico comercial los que aportaban la parte sustancial de la recaudación impositiva (Burgin, 1975; Schmit, 2004; Chiaramonte, 1991). No obstante, los recursos producidos por el comercio “interprovincial” podían ser suficientes para garantizar una recaudación importante, como en el caso de Mendoza. En la provincia cuyana, un intento de reemplazar los gravámenes al comercio, para estimularlo, con un impuesto al capital en 1825, fue duramente resistido y colapsó. Hasta la unificación nacional, los gravámenes indirectos constituyeron la clave del edificio fiscal mendocino (Cortés Conde, 2000).

Hay que señalar que muchas provincias cuando gravaban el comercio, afectaban también a las exportaciones (la sisa colonial) y, así, indirectamente a los propietarios rurales. No obstante, estas tarifas probablemente se percibían como menos gravosas, aunque no tenemos demasiadas referencias en la historiografía al respecto. Los propietarios rurales no parece que se vieran afectados por los raquíticos sistemas impositivos. En algunos casos, como en Jujuy, se reintrodujo el tributo indígena. En general se recurrió a los viejos gravámenes al comercio (alcabalas), ahora sobre el llamado comercio exterior (es decir, comercio con las provincias-estado vecinas y con otros estados como Bolivia o Chile), o se mantuvieron viejos gravámenes coloniales como el diezmo o la sisa, algunos de ellos antiguamente recaudados por los Cabildos pero sobre los que avanzaron los incipientes fiscos provinciales. (Gelman & Santilli, 2006; Justiniano, 2008; Conti, 2013). En algunos casos, como el diezmo, se afectaba a los productores rurales, pero no sabemos demasiado sobre la reacción de los propietarios. En ausencia de un comercio exportador boyante, una alternativa era gravar a los propietarios locales. Pero la mayoría de los gobiernos provinciales fracasaron en introducir contribuciones directas, en muchos casos por las dificultades en establecer valorizaciones fiscales sobre formas productivas muy poco sofisticadas (Cortés Conde, 2000).

Las provincias buscaron financiarse a través de endeudamiento, externo o interno. Muchas veces adquiría la forma de empréstitos forzosos (justificados por la emergencia o la guerra), lo que sin duda afectaba a los hacendados y propietarios rurales, quienes ofrecían abastecimientos importantes como el ganado (aunque también muchas provincias contaban con tierras públicas que podían ser enajenadas en caso de necesidad). Los empréstitos forzosos eran una fuente arbitraria, confiscatoria, y obviamente tenía que ser resentida por los propietarios rurales y ganaderos. No obstante, los comerciantes antes que los terratenientes pudieron ser el principal centro de atención de los fiscos provinciales, por la visibilidad de su riqueza, disponibilidad de efectivo y por su papel como abastecedores (aunque nada descarta que propietarios rurales fueran también comerciantes).3 Los empréstitos forzosos fueron utilizados por todas las provincias, en mayor o menor grado. Su carácter no voluntario acercaba a estos préstamos a las características de un gravamen. Pero el hecho de que fueran préstamos y, por tanto, devueltos junto a un interés (sobre todo si no se era enemigo del gobierno de turno), alejaba estas contribuciones del carácter de impuesto.

En suma, si en algo se parecían las fiscalidades de Buenos Aires y del resto de provincias de la futura república Argentina era en la importancia de los gravámenes indirectos (en particular los que afectaban al comercio exterior, incluyendo aquí el tráfico “interprovincial”) y en la reluctancia a gravar a los grandes propietarios rurales (Chiaramonte, 1986; Romano, 1992). La carga fiscal que soportaban los productores rurales en las provincias era muy pequeña en comparación con Buenos Aires, pero esto era un efecto de la mayor prosperidad de esta última más que de una enorme capacidad recaudatoria.

El proceso de unificación argentina generó importantes cambios para la fiscalidad de las provincias argentinas. Hay que señalar que el proceso de unificación se basaba en parte en la promesa del reparto de la rica aduana de Buenos Aires entre todas las provincias argentinas. Además, las provincias pudieron trasladar sus deudas al gobierno nacional en 1863 (Marichal, 1995). Pero este proceso unificador implicaba un costo. La Constitución eliminaba las llamadas aduanas interiores y obligaba a las provincias a buscar alternativas a los gravámenes al comercio “exterior”. Además, los historiadores han señalado que un nuevo régimen más garantista implicaba la eliminación de gravámenes confiscatorios, como los llamados “auxilios de ganado” o los empréstitos forzosos (Bliss, 2000). Esto pudo suponer un alivio para los propietarios rurales. Las nueva fiscalidad significó para las provincias más pobres, con economías pastoriles, una notable pérdida con la renuncia a los viejos gravámenes. También otras más prósperas como Córdoba sufrieron el impacto de la nueva fiscalidad constitucional, entre otras razones por las dificultades en reemplazar los viejos gravámenes al tráfico comercial. Así, el intento del gobierno cordobés de introducir la contribución directa en 1845 fracasó ante la resistencia de los propietarios, y finalmente la contribución se estableció en 1854, aunque es probable que con escasa incidencia en los primeros años. (Cortés Conde, 2000; Romano, 1992). No sabemos bien cuánto demoraron las provincias en suprimir los viejos gravámenes. La promulgación de la Constitución no significaba que se siguieran a rajatabla sus preceptos. En muchos casos, las provincias buscaron subterfugios para mantener de manera oculta ese tipo de gravámenes, lo que pervivió incluso hasta entrado el siglo XX. Así se gravaba a los consumidores y a los productores de otras provincias, y se evitaba entrar en conflicto con los propietarios rurales locales.

El cambio en el régimen fiscal potenció el rol de la contribución directa para la mayoría de las provincias (junto a las patentes que gravaban las actividades económicas y los gravámenes sobre sellos). En algunos casos, el impuesto ya se había cobrado con anterioridad (como se vio en Buenos Aires), pero en la mayoría se introdujo por vez primera. Como en la primera parte del siglo, la contribución directa se enfrentaba al problema de la ausencia de catastro en la mayoría de las provincias y de la capacidad de fraude de los contribuyentes (Sánchez Román, 2005).

En el caso tucumano, estudiado por Santiago Bliss, en la segunda mitad de la década de 1850 el gobierno encargó a unas comisiones departamentales, de las que formaban parte dos vecinos elegidos en su distrito, que llevaran a cabo las valuaciones fiscales de la propiedad rural. Estas comisiones quedaron bajo la influencia de los propietarios y distorsionaron hacia la baja los valores de la tierra y el ganado (Bliss, 2000). Posteriormente el ejecutivo provincial intentaría recuperar el control sobre las comisiones, pero no sabemos con qué resultados. En todo caso, como en la mayoría de las provincias, las cuentas públicas tucumanas mantuvieron déficits permanentes y necesitaban del aporte importante procedente del subsidio a la educación procedente del gobierno nacional. En el caso de Salta, la introducción de la contribución directa se pensó para reemplazar a las alcabalas, suprimidas en 1855. Como en Tucumán se procedió a un registro catastral encargado a los jueces de alzada de la campaña (Justiniano, Tejerina & Sutara, 2008). Pero no sabemos cómo funcionó el registro, ni los posibles conflictos que pudiera haber provocado. En Jujuy también la contribución directa se introdujo en 1855, fecha en la que se llevó a cabo el primer catastro provincial. A partir de ese momento, la contribución se convirtió en un importante sostén del tesoro de la provincia (Paz, 2010).

Para Buenos Aires la unificación implicaba que tenía que repartir los ingresos aduaneros con el resto de provincias de la república y que debía renunciar a los ingresos fiscales de la ciudad de Buenos Aires, que ahora pasaba a ser la capital federal del nuevo estado. Esto no era menor: según Daniel Santilli, la contribución directa obtenida recaudada en 1872 en la ciudad de Buenos Aires suponía el 75% de la recaudación por ese rubro en la provincia. A partir de la federalización, en 1880, Buenos Aires tenía que renunciar definitivamente a la aduana y desarrollar su propia fiscalidad. Como en otras provincias argentinas, la contribución directa aumentó su participación en la fiscalidad y también aumentaron las alícuotas, aunque manteniéndose moderadas (Santilli, 2010).

A pesar de que la unificación significaba perder ciertos ingresos, desde la década de 1860 la provincia de Buenos Aires había conseguido aumentar su recaudación por contribución directa, incluyendo la producida en el campo. Las clases terratenientes habían aceptado la presencia de este gravamen. La ausencia de un catastro, la lenta construcción de una burocracia recaudadora, y las tasas relativamente suaves significaban una garantía. No obstante, a partir de la década de 1860 las alícuotas se habían elevado y en 1863 se elaboró el primer catastro provincial (Irigoin, 2006). Esto no rompió necesariamente el consenso. La década de 1860 ya había demostrado los efectos benignos que la estabilidad producía para los ingresos terratenientes. Esos efectos se incrementarían en la segunda mitad del siglo, en la que la expansión exportadora y el incremento del valor de la tierra consolidó un grupo de muy ricos propietarios en la cúspide del mundo rural argentino.

En la edad dorada de la argentina exportadora, a finales del siglo XIX y principios de siglo XX, la relación entre los propietarios rurales, en particular los pampeanos, y el gobierno nacional en lo que respecta a la cuestión impositiva se caracterizó por un relativo entendimiento. Esto no excluyó momentos de conflicto, que circulaban alrededor de la cuestión de la aduana. En algunos momentos, como tras la crisis de 1890, los estancieros pampeanos se enfrentaron al gobierno nacional por lo que consideraban excesivas tarifas sobre las importaciones, con el consiguiente riesgo de represalias comerciales por parte de los países consumidores de las exportaciones argentinas. En algunas fases de este conflicto, los llamados “vacunos” llegaron a apoyar la construcción de un partido político que desafiara la hegemonía del partido dominante, el PAN. Sin embargo, este conflicto no adquirió características permanentes. A pesar de las fricciones, los gobiernos nacionales habían propiciado con sus medidas institucionales la estabilidad política y la integración de la economía pampeana en la economía atlántica, bases de la prosperidad espectacular de los propietarios rurales bonaerenses a finales del siglo XIX y principios del siglo. Además, los propietarios eran muy conscientes de que el gobierno nacional necesitaba de los recursos aduaneros. En las últimas décadas del siglo XIX la aduana podía aportar cerca del 80% de los recursos del tesoro nacional, una suma difícilmente sustituible con otras fuentes. Los estancieros sabían que las alternativas fiscales (el impuesto a la renta o a la tierra) podrían ser más peligrosos que los aranceles (Hora, 2000).

Los aranceles a los que se enfrentaron los sectores más activos del mundo rural pampeano eran gravámenes sobre la importación. Pero también, a finales del XIX, el gobierno nacional incorporó tasas sobre la exportación. Estos coexistían con los gravámenes a las importaciones en las tarifas aplicadas por Buenos Aires y otras provincias del Litoral desde la primera mitad de siglo. (Pero eran fijas, no ad valorem, y por tanto se veían corroídas por la inflación).

La carga sobre las exportaciones fue eliminada en 1906, pero la situación crítica creada por la Primera Guerra Mundial llevó a su restauración. En 1918, los gravámenes sobre las exportaciones aportaron 50 millones de pesos, frente a los 88 millones recaudados por las tarifas sobre importaciones, lo que muestra la importancia que alcanzaron. Por ello, y ante las dificultades que encontraron los gobiernos radicales para reformar el régimen fiscal argentino, las tarifas sobre las exportaciones se mantuvieron vigentes durante la década de 1920, a pesar de la oposición de los terratenientes (Sánchez Román, 2013).

En el ámbito provincial, como se vio, el principal gravamen al que tenían que enfrentarse los propietarios rurales de Buenos Aires era la contribución directa o territorial. La carga fiscal era mucho mayor en Buenos Aires que en el resto de provincias, incluidas las del litoral. En este período dorado de expansión exportadora argentina (y hegemonía conservadora) los gravámenes sobre la tierra llegaron a aportar más de la mitad de los recursos provinciales, proporción que disminuyó tras la Primera Guerra Mundial. Como ha mostrado Roy Hora, muchos estancieros, particularmente los agrupados en la Liga Agraria, el sector más politizado de las elites pampeanas, entendían que esa carga fiscal servía a propósitos alejados de sus intereses y sentían que no conseguían influir en las decisiones de los políticos, provinciales y federales (Hora, 2009). En cierta manera, este sector de los estancieros expresaba una versión del clásico agravio de “no taxation without representation”. Sin embargo, a diferencia del período anterior, los gobernantes habían ganado autonomía y aunque comprometidos con la expansión exportadora tenían más capacidad para incorporar gravámenes que no eran bien recibidos por los grandes propietarios.

En otras provincias que se estaban uniendo a la expansión agroexportadora, los impuestos a la tierra también cobraron importancia. En Córdoba, la contribución sobre la tierra aportaba a principios del siglo XX un 40% de los recursos impositivos de la provincia. Pero además, en la primera década del siglo el estado provincial estableció una carga directa sobre las cabezas de ganado y cobraba un gravamen a las tierras en regadío (Moreyra, 2000,). No obstante, la carga era bastante liviana, con el fin de no obstaculizar el crecimiento exportador y estaba repartida de manera inequitativa, cargando por igual a propietarios de tierras productivas y a otros de parcelas situadas en regiones más pobres. En muchos casos, las valuaciones fiscales quedaron rezagadas con respecto a la evolución del valor de la tierra (Moreyra, 2000). Esta cuestión de las valuaciones fue el punto de fricción habitual entre propietarios y estado provincial en el mundo pampeano, pero con excepción del caso de Buenos Aires, no conocemos demasiado sobre la dinámica política en otras provincias exportadoras con respecto a esta materia. Las valuaciones dependían de una fuente de información fiable. En Córdoba, como en el resto de provincias argentinas, la ausencia de un catastro era un tema de preocupación constante para los gobiernos. Aunque en el caso cordobés (como en otras provincias) la unificación nacional incentivó la elaboración de censos de propiedad o al menos de informes más completos sobre la estructura de la misma, a principios del siglo XX era evidente para muchas provincias que esa información se había quedado desactualizada. Para Córdoba, Beatriz Moreyra ha señalado que la ausencia de un catastro significaba que un tercio de las propiedades rurales de la provincia no tenían evitaban el pago del impuesto, a lo que se añadía una facilidad importante para la evasión en el mundo rural (Moreyra, 2000).

Los productores rurales del interior se relacionaban con el aparato fiscal del estado nacional no sólo a través del mecanismo indirecto de la aduana. La crisis de 1890 había llevado al gobierno nacional a introducir impuestos internos que gravaban algunas actividades productivas destinadas al mercado argentino, como tabaco, alcohol, azúcar o vino. La relación de este tipo de gravámenes con los productores rurales del interior era compleja. En algunos casos, como el azúcar o el alcohol, no eran estrictamente producciones agrarias, sino agro-industriales las que se veían afectadas. Además, el impuesto interno introducido por el gobierno nacional vino acompañado a partir de 1897 de una ley de primas que ayudaba a la exportación del excedente azucarero. De hecho, esta combinación de impuesto interno y subsidio a la exportación había sido una propuesta del lobby azucarero tucumano en 1895 y, aunque controvertido, fue en general aceptado por los propietarios de ingenios (Sánchez Román, 2005). En todo caso, estos gravámenes no afectaban directamente a la tierra.

La crisis de 1890 afectó también profundamente a las provincias, incapacitadas de pagar la deuda acumulada en los años previos y necesitadas de nuevos recursos fiscales. Esto llevó a gravar a los productores locales, generando muchas veces conflictos con las elites provinciales. En Tucumán, la década de 1880 había sido de prosperidad para los dueños de ingenios. Estos habían incrementado sustancialmente sus propiedades rurales en esos años. En 1893, el gobierno provincial tomó la decisión de incrementar la contribución directa de las superficies cultivadas con caña de azúcar, que pasó de 1,10 pesos a 3 pesos m/n por hectárea. Esto, junto a un gravamen específico al azúcar y el incremento de las alícuotas del impuesto de patentes a los ingenios, provocó una auténtica rebelión de los propietarios quienes en muchos casos apoyaron el levantamiento radical de ese año. Sin embargo, a pesar de la revuelta, el nuevo gobierno no pudo dar marcha atrás en las novedades fiscales puesto que no existían demasiadas alternativas al alcance del fisco provincial. Como les ocurría a los estancieros pampeanos con las aduanas, los propietarios azucareros tucumanos consideraron que los impuestos que pagaban eran preferibles a alternativas más peligrosas. Por otro lado, la reforma fiscal de 1893 también reflejaba la creciente complejidad del sector rural tucumano. Junto a los dueños de ingenios que poseían cañaverales, se había consolidado un importante grupo de cañeros independientes. Las cuestiones impositivas a partir de este momento se jugarían de manera triangular entre el gobierno provincial, los cañeros y los industriales (Balán & López, 1977; Sánchez Román, 2005).

Lo cierto es que a pesar de enfrentar a un fisco provincial más voraz, las clases propietarias de Tucumán y Mendoza se habían beneficiado de ayudas impositivas (y de otra índole) que habían impulsado la actividad azucarera y la vitivinícola respectivamente en el comienzo de la expansión. En Mendoza, la plantación de viñas recibió una generosa ayuda impositiva por parte del gobierno provincial. En 1875, las vides recibieron un tratamiento particularmente beneficioso en la contribución directa, en comparación con otros cultivos, y a partir de 1881 y hasta 1891 los nuevos cultivos de vides (y otros) quedaron exentos del pago de este gravamen. Por otro lado, tanto en Tucumán como en Mendoza los aportes de los productores azucareros y vitivinícolas a los respectivos tesoros provinciales fueron aumentando en importancia en la parte final del siglo XIX, por lo que las autoridades no dejaron de cuidar esas actividades (Barrio de Villanueva, 2006; Sánchez Román, 2005).

En todo caso, las historias de Tucumán y Mendoza no pueden generalizarse. Ambas provincias fueron una excepción dentro del interior argentino en un panorama general marcado por economías precarias. Por ello, los mecanismos fiscales con los que contaban estas provincias eran más limitados y la dependencia de las transferencias del gobierno federal más aguda.

En suma, el estado argentino del siglo XIX se caracterizó en materia impositiva por su búsqueda de mecanismos que le permitieran financiarse sin tener que establecer una relación intrusiva con la sociedad. Es decir, se recurrió básicamente a los impuestos aduaneros y al financiamiento externo, en un patrón que no se alejaba sustancialmente del de otros jóvenes estados latinoamericanos (Centeno, 2002). Por supuesto, esta afirmación general puede ser matizada. La recaudación aduanera se convirtió en prerrogativa del estado nacional, mientras que las provincias tuvieron que recurrir a otros mecanismos impositivos, que a veces incluían gravámenes sobre las actividades o sobre la propiedad de los productores rurales. Algo similar puede aplicarse a la primera mitad del siglo XIX, tomando en cuenta la pluralidad de jurisdicciones estatales: la aduana principal y más rentable era la de Buenos Aires y la mayoría de estados provinciales tenía que buscar alternativas de financiación.

En todo caso, con respecto a los propietarios rurales ya en la segunda mitad del XIX se forjó un patrón que perduraría hasta el siglo XX. En materia impositiva los terratenientes tenían que enfrentar primero al fisco provincial y, salvo en momentos puntuales, esa fue una fuente de conflictos más importante que la procedente de las autoridades nacionales. En cierta manera, el caso argentino encaja en un patrón señalado por la historiografía internacional caracterizado por la importancia de los impuestos a la tierra en los estados centralizados y de los impuestos aduaneros en los federales, con respecto a la fiscalidad nacional (Marichal, 1995; Ardant, 1974). A partir de 1890, comenzó a cuestionarse la viabilidad del modelo basado en las tarifas aduaneras y se introdujeron reformas impositivas que afectaban a los productores nacionales. Ese cuestionamiento se profundizó con la Primera Guerra Mundial.

La era del impuesto a la renta

Con la Primera Guerra Mundial la idea de introducir en el sistema fiscal argentino una reforma profunda ganó partidarios. El conflicto bélico internacional había mostrado la debilidad de un régimen basado en la recaudación aduanera, ya que con la caída del comercio internacional la recaudación impositiva del gobierno nacional se desplomó. De manera cada vez más abierta se discutió la necesidad de una reforma fiscal que introdujera el impuesto a la renta en Argentina. La reforma debería servir, según sus defensores, para dotar de mayor flexibilidad y estabilidad a las cuentas públicas. Pero además, la reforma estaba impulsada por un deseo de hacer más equitativo el régimen fiscal. La dimensión social de las cuestiones impositivas emergió con fuerza, impulsada por fuerzas internas (la preocupación por la cuestión social en los primeros años del siglo y el proceso democratizador) pero también por el ambiente internacional en la materia (Sánchez Román, 2013).

Inevitablemente este debate que unía impuestos y justicia social iba a afectar a los terratenientes. Para varios muchos sectores “progresistas” de la Argentina de principios de siglo XX, los terratenientes, en particular los estancieros de la pampa húmeda encapsulaban la idea de privilegio, y la reforma fiscal con su objetivo social era vista como una manera de atacar el privilegio. Esta fue la postura de los socialistas, quienes otorgaron más importancia a lo que denominaban impuesto al mayor valor de la tierra que al propio impuesto a la renta. Para los socialistas (o al menos para la visión predominante, que representaba su líder Juan B. Justo), el impuesto a la renta afectaba a todos los sectores de la población y no al sector privilegiado: los terratenientes (Sánchez Román, 2005b).

Pero esta posición no la defendía sólo la izquierda. La idea de que los terratenientes obtenían unos ingresos que no merecían, la llamada renta de la tierra, y que estos debían gravarse de manera particular gozó de bastante predicamento entre las elites intelectuales y políticas argentinas de las primeras décadas del siglo. Un buen reflejo de ello fue la difusión relativa de las ideas georgistas (influidas por Henry George, un economista estadounidense de finales del siglo XIX que defendía la política del impuesto único, a la renta de la tierra, como forma de financiar el estado y resolver los problemas sociales) en varias provincias argentinas, y que llegó a tener sus órganos de publicidad y hasta un partido político en 1921 (Fandos, 2012-2013; Moreyra, 2000). Aún más significativo fue que, en 1912, el gobierno nacional en manos conservadoras presentara un proyecto de impuesto al mayor valor de la tierra con el argumento de que

“El terrateniente que es dueño de grandes extensiones abandonadas, que aguarda quietamente el resultado del esfuerzo ajeno para multiplicar el de su bien propio, al divisar un impuesto paulatino al mayor valor (…) se sentirá muchas veces inclinado a renunciar a esa actitud pasiva o de contemplación.”4

Sin embargo, en esta ocasión la reforma chocó con la oposición de la Sociedad Rural y de diputados afines que bloquearon la medida (Sánchez Román, 2005b). En todo caso, en la década de 1920, un clima de crítica al gran propietario absentista había calado en la sociedad argentina, lo que sirvió de base para justificar la reforma fiscal (Hora, 2002; Balsa, 2012).

Aunque los socialistas y otros reformistas probablemente tenían en mente a los estancieros pampeanos cuando configuraron su imagen del gran propietario rentista, privilegiado, otros propietarios de tierra se vieron afectados por la extensión de la crítica. El debate sobre los problemas fiscales nacionales y la necesidad de una reforma tributaria en un sentido progresivo se extendió también a las provincias. Allí también surgieron voces que señalaban que era necesario utilizar gravámenes graduados y se reproducían los debates que estaban teniendo lugar en Buenos Aires. Aquí estaba incluida la crítica a la riqueza terrateniente y a la posición rentista de los grandes propietarios (Moreyra, 2000; Fandos, 2012-2013).

En algunos lugares, la discusión sobre las posibles reformas empezó en fecha temprana. En Buenos Aires el proceso fue en cierta manera una continuación y profundización de la tendencia previa de crecimiento de la autonomía del gobierno provincial. Pero también hubo novedades. Surgió un nuevo partido conservador provincial que se convirtió en una poderosa máquina política. Los gobiernos conservadores incrementaron el gasto público de la provincia y para ello recurrieron en 1911-1912 a un incremento de la contribución territorial. En 1915, llegaron más lejos e iniciaron los estudios para implantar un impuesto progresivo a la tierra justificándolo como parte de una política de orientación social (Hora, 2009). En la provincia de Buenos Aires se había creado un clima de conflictos entre grandes propietarios pampeanos y gobiernos provinciales en torno a la cuestión impositiva que perduraría hasta por lo menos la década de 1940 con gobiernos de distintos signos (conservadores, radicales y peronistas).

En Córdoba, ante el impacto fiscal producido por los acontecimientos en Europa, en 1914 el gobierno de Ramón J. Cárcano introdujo reformas que intentaban actualizar las evaluaciones y evitar el tratamiento inequitativo a las diferentes regiones de la provincia, estableciendo una división regional de tipos de tierra como base de la valuación. En parte también, las medidas fueron impulsadas por las quejas de sectores comerciantes que entendían que soportaban una carga desproporcionada en comparación con los propietarios de bienes raíces. Las medidas fueron fuertemente resistidas por algunos sectores propietarios y finalmente no llegaron a buen puerto (Moreyra, 2000; Converso, 2008).

Una constante del siglo XX es que los políticos reformistas vincularon impuestos con reforma agraria, ya fuera entendida en un sentido económico o social. En muchos casos, un gravamen a la renta de la tierra era entendido como un gravamen a lo que se llamaba “tierra libre de mejoras”, es decir, aquella que se mantenía en explotaciones improductivas. Pero esto tenía un indudable componente social, ya que para buena parte de los argentinos (con excepción claro de los grandes propietarios) explotaciones improductivas parecía un sinónimo de latifundio, de propietario absentista, etc. En Jujuy, los políticos reformistas de la década de 1920 señalaron que las tierras improductivas eran los latifundios de las tierras altas, que habían sido arrebatados a las comunidades indígenas (Fandos, 2012-13). En Córdoba, diversos proyectos de impuestos a la tierra presentados en 1919 presentados por los representantes del Radicalismo, introducían alguna carga especial (gravamen progresivo y graduado, gravamen a la tierra libre de mejoras, etc.) con el objetivo declarado de combatir las desigualdades y al mismo tiempo hacer más productiva la tierra, atacando el latifundio no trabajado. Hasta por lo menos 1928, los terratenientes cordobeses resistieron con éxito la introducción de los gravámenes progresivos (Moreyra, 2000).

Con la introducción del impuesto a los réditos en 1932, un gravamen directo recaudado por el gobierno nacional afectaba a los productores agropecuarios. A diferencia de la contribución directa el impuesto sobre réditos caía sobre los beneficios (personales o societarios) derivados sobre la tierra y no sobre el valor de la tierra (aunque en su origen ese también había sido el objetivo de la contribución directa, pero las dificultades técnicas de evaluar la rentabilidad de las explotaciones impidió ese desarrollo). En la década de 1920, cuando comenzó a discutirse con frecuencia la posibilidad de introducir un impuesto a la renta en la Argentina, los representantes de los propietarios rurales (esencialmente la Sociedad Rural Argentina) se opusieron a esa medida, aunque no le prestaron demasiada atención, en parte por las dificultades del gobierno para introducir medidas reformistas profundas y en parte porque sus preocupaciones estaban en otros lugares, como en la situación del mercado internacional para las exportaciones argentinas (Sánchez Román, 2013). Aún así, se vislumbró en ese momento un comportamiento de los grandes propietarios pampeanos que sería constante a lo largo del siglo XX. Ante el deseo de la administración de la provincia de Buenos Aires de actualizar los valores fiscales de las tierras, los propietarios bonaerenses (y la Sociedad Rural) propusieron el impuesto a la renta como una alternativa mejor. Probablemente, los propietarios presentían que la incidencia del impuesto a la renta sería menor que un aumento en la contribución territorial.
Una reacción similar ocurrió en las provincias. En 1938, ante el intento del gobernador de Córdoba Amadeo Sabattini, de incrementar el impuesto progresivo a la tierra, el Centro de Propietarios de Córdoba se opuso radicalmente y afirmó que el único impuesto que se debería pagar en la provincia era del réditos (Walter, 1985; Diario de Sesiones, 1932; Converso, 2008).

De hecho, desde el principio de la introducción del impuesto a la renta el fisco adoptó una actitud cautelosa con respecto a los terratenientes. En el proyecto original del impuesto, redactado en 1931, se establecía un renta imponible mínima del 1% para las propiedades rurales. Probablemente esta medida estaba inspirada en la crítica a los terratenientes y la idea de que la tierra generaba una renta, independientemente del trabajo que se aplicara sobre ella. Sin embargo, el proyecto finalmente aprobado en 1932 suprimía esta medida porque consideraba que si la propiedad no obtenía beneficios se transformaba el gravamen a la renta (es decir, al ingreso) en un gravamen al capital.5 A lo largo de la década de 1930 los terratenientes obtuvieron otras ventajas en el sistema del impuesto a los réditos. En 1933, se unificaban las categorías de pagadores (eliminando la diferencia que se aplicaba a los calificados como propietarios absentistas) y se suprimía también la idea de un beneficio imponible mínimo. En 1938, ante la queja de los productores rurales, el gobierno eliminó las inspecciones sobre los libros de contabilidad de las empresas agropecuarias. A partir de ese momento, el impuesto a los réditos rurales se basaría simplemente en las declaraciones (Sánchez Román, 2013).

A pesar de estas ventajas, el sistema del impuesto a los réditos podía generar tensiones si las alícuotas se elevaban como ocurrió en 1942. Sin embargo, incluso en esa ocasión, los propietarios rurales estaban dispuestos a aceptar cargas más pesadas en réditos si se les ofrecían compensaciones en otros terrenos, por ejemplo moderando el proyecto de un nuevo impuesto sobre los beneficios extraordinarios. El gobierno de Perón, recuperando la crítica tradicional a los terratenientes, introdujo una recarga del 30% para los propietarios absentistas residentes en el exterior. (Sánchez Román, 2013) Pero en un contexto de conflictos permanentes entre los propietarios rurales (y no sólo los grandes) y el gobierno nacional en torno a cuestiones como la congelación de los arrendamientos o la transferencia de recursos del campo a otras actividades a través del IAPI, la cuestión del gravamen sobre los propietarios absentistas fue sólo un detalle menor. Con respecto al impuesto a los réditos la principal preocupación de los propietarios rurales durante la década peronista fue obtener las mismas deducciones que se habían concedido a los manufactureros (Sánchez Román, 2013).

En suma, la preferencia por el gravamen de réditos antes que otras alternativas estaba en la base de un debate que marcaría el resto del siglo: el de la justicia y eficiencia de los gravámenes sobre la tierra. ¿Era preferible un impuesto sobre los beneficios derivados de la actividad económica en la tierra como réditos o un gravamen sobre el patrimonio, como podía ser en cierta manera la contribución territorial en algunos de sus diseños? Los terratenientes en general prefirieron la primera opción, pero algunos economistas y políticos optaron por la segunda, lo que generó importantes conflictos entre gobernantes y propietarios a lo largo del siglo.

La relación de los propietarios de las provincias del interior con el impuesto a la renta nacional muestra diferencias con respecto a los productores pampeanos, aunque sobre este aspecto aún necesitamos bastantes estudios. Es posible que en las posiciones de la Sociedad Rural se encuentren también reflejadas las voces de algunos sectores propietarios del interior, pero en todo caso merecería la pena explorar más cómo reaccionaron esos sectores ante las reformas impositivas. Algunos indicios para esta cuestión en la década de 1920 pueden encontrarse en la posición de la CACIP (Confederación Argentina del Comercio y la Producción). En esta asociación los representantes del interior tuvieron una abundante representación y sus intereses eran tenidos en cuenta. La CACIP se opuso repetidamente al establecimiento del impuesto a la renta. Pero aún así, implícitamente reconocía que el gobierno nacional no contaba con demasiadas alternativas, lo que se hizo aún más evidente con la crisis de 1929. Además, organizada con un objetivo nacionalista, la CACIP defendía el proteccionismo y al mismo tiempo el fortalecimiento del mercado nacional. La introducción del impuesto a la renta prometía unificar los impuestos internos y eliminar los gravámenes encubiertos al comercio interprovincial, lo que lo convertía en un atractivo indudable (Sánchez Román, 2013). No obstante, es probable que los intereses de una organización que aspiraba a una representación nacional y los de diversos tipos de propietarios rurales de las provincias no convergieran plenamente.

Otra posibilidad para analizar la posición de los productores rurales del interior la ofrece la postura de los representantes políticos del interior, si asumimos que al menos una parte de ellos defendieron los intereses de los propietarios (y que a veces eran ellos mismos parte de esos grupos). Los diputados y senadores nacionales del interior mostraron una profunda hostilidad al nuevo gravamen, al que consideraban una usurpación del gobierno federal sobre prerrogativas que la Constitución había concedido a los estados provinciales. Además, los representantes del interior veían (correctamente) el impuesto a la renta como parte de un paquete de medidas centralizadoras, que les privaban de importantes recursos (por ejemplo, los llamados impuestos internos que se cobraban sobre algunas productos quedaban unificados y bajo administración del gobierno nacional). ¿Representaba esta postura una defensa de los intereses de los propietarios rurales? Es difícil de precisar. Obviamente, la principal preocupación de estos políticos era la pérdida de ingresos que preveían procedería de la aprobación del nuevo gravamen. Por otro lado, los representantes socialistas acusaban a los del interior de proteger a sus oligarquías y no estar dispuestos a introducir impuestos a la renta provinciales o, principalmente, un gravamen progresivo a la tierra (Sánchez Román, 2009). De hecho, en las primeras décadas del siglo XX, más allá de las propuestas nacionales, sólo la provincia de Santa Fe propuso un impuesto a la renta provincial.

No obstante, no todas las provincias veían con igual temor el proceso unificador. Las más pobres, aparentemente, dependientes de los subsidios nacionales, creían que la unificación podría aportarles más recursos procedentes del gobierno nacional, además de la perspectiva de que el gobierno de Buenos Aires asumiera las deudas provinciales. Como han mostrado Luis Alvero y Carlos Ibáñez para el caso de Catamarca a la pobreza de recursos habría que añadir la incapacidad del estado provincial de recaudar impuestos. La contribución territorial, que era la principal fuente impositiva con la que contaba la provincia, acumulaba retrasos y deudas importantes desde la década de 1920 (Alvero & Ibáñez, 2006).

Esta situación no se dio sólo en Catamarca. Entre Ríos adoptó una posición similar. Entre 1910 y 1923, distintos representantes de esa provincia presentaron al Congreso tres proyectos de unificación de los impuestos internos, en 1910, 1912 y 1920 respectivamente.6 Los políticos de Entre Ríos creían que la unificación de los impuestos podría aportarles recursos a través del reparto de los ingresos fiscales y, principalmente, alivio a través de una posible transferencia a la Nación de las deudas externas de la provincia. Entre Ríos tenía un perfil productivo semejante al de las provincias pampeanas y por tanto extraía pocos recursos de los gravámenes sobre productos especializados en el mercado nacional, como el azúcar, el vino o el tabaco. Los gobernantes entrerrianos encontrarán ventajas en la posibilidad de la unificación nacional de impuestos y en su posterior reparto entre las provincias, la unificación haría de la nación el recaudador universal y, a través del mecanismo de reparto, las provincias volverían a ser benefactoras para sus ciudadanos. Esta situación particular de Entre Ríos se hizo cada vez más general.

La crisis de los años treinta erosionó profundamente las economías provinciales. Después de una década de crecimiento de los gastos públicos muchas se enfrentaban a enormes dificultades para pagar sus deudas. Las provincias se habían enfrascado en una guerra impositiva entre ellas, gravando las producciones ajenas (Vedia & Mitre, 1925). La unificación prometía eliminar este marasmo y resolver la cuestión de las deudas, al ser transferidas al gobierno nacional.

Fuera por incapacidad o por falta de voluntad de los gobiernos provinciales, los propietarios rurales de las provincias del interior se enfrentaban a una carga fiscal pequeña, al menos por lo que sabemos hasta ahora. La unificación de los impuestos internos y los nuevos impuestos introducidos por el gobierno nacional (renta a la venta) encontraron la resistencia de los gobiernos provinciales. Finalmente, se encontró la solución en la llamada coparticipación, esto es, el reparto por parte del gobierno nacional de los ingresos procedentes de réditos, ventas e impuestos indirectos. Esto refleja bien que muchas provincias o bien obtenían sus recursos de los impuestos a la producción e incluso al comercio y no de gravámenes directos sobre la tierra o la propiedad o bien no conseguían recursos adecuados con los gravámenes sobre la tierra.

El proceso de unificación, sin embargo, no afectó a los impuestos a las herencias. Este caso es significativo porque el gobierno nacional había propuesto también en la década de 1930 su unificación. Sin embargo, una coalición de representantes provinciales y de asociaciones empresariales, en particular la Sociedad Rural, derrotó las pretensiones del ejecutivo federal. Lo relevante es que, con la excepción de la provincia de Buenos Aires, las provincias recaudaban cantidades magras en concepto de impuesto de sucesiones. La unificación representaba en cierta medida su imposición por vez primera. Los gobiernos provinciales habían evitado gravar a sus clases propietarias y preferían las cargas indirectas sobre la producción y el consumo antes que las directas sobre la riqueza personal. Desde esta perspectiva, la oposición a un impuesto nacional a las herencias era a la vez una defensa del federalismo y de las clases propietarias provinciales.7

No obstante, nos faltan estudios detallados sobre las relaciones de los propietarios rurales del interior con los sistemas impositivos provinciales, lo que nos ayudaría a entender muchas de las características del federalismo fiscal argentino en el siglo XX.

Impuesto a la renta potencial de la tierra y los gravámenes sobre las exportaciones
Algunos políticos provinciales peronistas esperaban transformar el impuesto a la renta en un impuesto al patrimonio y, equivocadamente, creyeron que esa era la intención del gobierno nacional de Perón. Sus esperanzas sin embargo cayeron en saco roto (Sánchez Román, 2013). No hay duda de que en muchas provincias cuando se hablada de patrimonio se pensaba en el capital agropecuario. En todo caso, estas ideas muestran la fortaleza de la creencia de que el impuesto a la renta era insuficiente para afectar la riqueza de los grandes propietarios, en particular de los terratenientes, y que era necesaria una alternativa como el impuesto a la renta potencial o un gravamen sobre los stocks de capital. Desde los debates sobre el impuesto único o sobre el gravamen al privilegio que pedían los socialistas esta fue una característica permanente del pensamiento argentino en materia de impuestos. El debate replanteaba la cuestión de la justicia impositiva. En cierta manera, el impuesto a los réditos introducido en la década del treinta, en su cédula sobre los beneficios derivados de la producción agropecuaria, podría ser entendido como una actualización o modernización de las contribuciones territoriales que cobraban las provincias. Lo que algunos políticos y economistas (que en general podríamos definir como “progresistas”, “heterodoxos” o “desarrollistas” en un amplio sentido de la palabra) plantearon durante buena parte de la segunda mitad del siglo XX es si esas contribuciones territoriales, adecuadamente ajustadas, no podrían ser un instrumento más aceitado para alcanzar la riqueza terrateniente que el impuesto a la renta.

Detrás de esta idea estaba el objetivo de alterar la estructura de la propiedad y/o las formas de producción en el agro pampeano. Desde el siglo XIX las elites liberales argentinas habían creído que la mediana propiedad era la base sociológica más adecuada de una democracia estable y además una forma de producción más eficiente que la encarnada en la figura del latifundista. Esta idea apareció de manera recurrente, bajo diversos avatares, a lo largo del siglo XX. Como se vio, el impuesto único georgista, el gravamen sobre el privilegio o las diversas medidas impositivas adoptadas con respecto a los propietarios absentistas encerraban una crítica moral del gran propietario y expresaban un deseo de transformar las estructuras agrarias pampeanas. En ciertas coyunturas, como en las décadas de 1940 y 1950 estudiadas en este dossier por Silvia Lázzaro, la conflictividad rural o el deseo de hacer la agricultura más productiva para obtener las divisas necesarias para impulsar la industrialización estuvieron detrás de ciertas políticas impositivas hacia los sectores terratenientes. La percepción general desde la década de 1940 (sino antes) en adelante era que la tierra estaba repartida de manera desigual en la Pampa y la productividad agrícola insuficiente (o se había transferido demasiada tierra agrícola a usos ganaderos). Los impuestos podían contribuir a mejorar ambos aspectos (Lázzaro, 2014).

A partir de la década de 1950 esta idea ganó fuerza entre algunos sectores que pensaban que los problemas de la economía argentina tenían su raíz en lo que percibían como estancamiento de la productividad agraria, que impedía obtener las divisas necesarias para profundizar la industrialización. A esto se le unió el hecho de que el sistema del impuesto a los réditos, que se había establecido en la década de 1930, daba síntomas claros de agotamiento. El fraude, la inflación y los problemas en la recaudación contribuían a la debilidad fiscal del estado argentino. Una reforma que incorporara algún gravamen especial sobre la tierra ganó adeptos, primero en la provincia de Buenos Aires y después en el gobierno nacional. No obstante, hay que señalar que un ambiente de creciente conflicto social y político como el que caracterizó a la Argentina entre 1950 y 1976, el viejo consenso de las elites políticas sobre la necesidad de modificar la estructura de la propiedad a través de algún tipo de reforma fiscal se desvaneció y aparecieron las primeras críticas abiertas a la propia noción de fiscalidad progresiva (Sánchez Román, 2014; Sánchez Román, 2013).

El primer escenario del conflicto ocurrió en la provincia de Buenos Aires, en fecha temprana. Como muestra Lázzaro en el artículo de este dossier y en otros trabajos, los gobiernos conservadores de principios de los años cuarenta introdujeron un alícuota progresiva (moderada) en el impuesto inmobiliario con el objetivo de incentivar su fragmentación y estimular la colonización agrícola, política que fue continuada por los gobiernos peronistas (Lázzaro, 2014; Lázzaro, 1991; Lázzaro, 1999).

Como han mostrado la mayoría de los estudios la oposición de los grandes terratenientes a los gravámenes progresivos sobre la tierra fue directa y permanente durante buena parte del período (en Buenos Aires y en el resto del país). Los terratenientes argumentaban que la gran propiedad no era ineficiente o apelaban al papel que la producción ganadera (la “industria madre”) o el sector rural en general habían desempeñado en el desarrollo económico argentino. Los impuestos, junto con otras políticas de transferencia de ingresos (como las que afectaban a las exportaciones) suponían una distorsión de precios y esto era lo que causaba problemas a la productividad agraria y no la extensión de las propiedades o el absentismo. Además, el tratamiento impositivo hacia el campo era claramente inequitativo con respecto al sector manufacturero.

Sobre la visión de los pequeños y medianos propietarios, la de los arrendatarios u otros actores del mundo rural sobre la cuestión impositiva sabemos mucho menos, por lo menos hasta la década de 1970. A priori podría pensarse que un impuesto progresivo que afectaba sobre todo a las grandes propiedades podría contar con su beneplácito, pero no está claro que ésta fuera su mayor preocupación. Javier Balsa ha indicado que la política de impulso a la colonización y de crítica a los grandes propietarios defendida en la provincia de Buenos Aires por el gobierno conservador de Manuel Fresco (1936-1940) estuvo acompañado de un discurso que pretendía movilizar el apoyo de los chacareros, en una especie de populismo agrario que emulaba los ejemplos fascistas europeos (Balsa, 2012). El impuesto progresivo no era necesariamente recibido con beneplácito por los pequeños propietarios. Por ejemplo, en el caso de Córdoba, desde finales de la década de 1920, la Federación Agraria Argentina afirmaba que el impuesto graduado al latifundio también afectaba a las propiedades inferiores a 200 hectáreas y por tanto lo consideraba injusto (Converso, 2008). Obviamente colonización e impuesto al latifundio estaban conectados, pero aún necesitamos más estudios sobre la recepción de los chacareros a la dimensión fiscal de la política de los gobiernos bonaerenses o de otras provincias.8

Por otra parte, en los años posteriores, como productores rurales, los pequeños y medianos propietarios y los arrendatarios podrían compartir con los grandes propietarios su preocupación por las políticas que implicaban transferencias de ingresos, o las que protegían a los peones rurales. Además, desde la primera mitad de la década de 1940, la política de congelación de los arrendamientos agrarios había incentivado la compraventa de tierras en la Pampa, incrementando el número de propietarios (Hora, 2002; Halperin Donghi, 1994). En todo caso, la acción colectiva de los actores medianos y pequeños no era tan visible o los temas impositivos parecían marginales para estos actores.

Uno de los conflictos más duros entre los representantes corporativos de los grandes propietarios y el gobierno provincial se produjo en 1958-1959, cuando las autoridades de Buenos Aires intentaron revertir una política favorable hacia los terratenientes puesta en marcha por el gobierno de la “Revolución Libertadora”. La llamada Junta de Planificación Económica de la Provincia de Buenos Aires, un grupo de economistas encargados de asesorar al gobernador Oscar Alende, recomendó una imposición con un claro cariz progresivo con los objetivos declarados de estimular el reparto de tierra en la provincia, impulsar la industrialización y contribuir a la conformación de una sociedad más igualitaria. El conflicto fue áspero y se saldó con la victoria de los propietarios rurales. Pero muchos de los economistas implicados en los proyectos de la Junta reaparecieron después en la escena nacional y llevaron sus ideas y propuestas desde la provincia al estado federal (Sánchez Román, 2014).

A mediados de la década de 1960, el gobierno de Arturo Illia propuso primero un impuesto nacional a la renta potencial de la tierra. Es decir, se trataba de un gravamen que afectaba a lo que se consideraba rentabilidad “normal” de la tierra de acuerdo a una evaluación previa y no sobre los beneficios reales obtenidos. El objetivo era reemplazar el impuesto a los réditos para el campo y aumentar la productividad, al estimular a los propietarios a incrementar su producción hasta los niveles de rentabilidad “normal” o superiores. Los propietarios y algunos economistas y políticos vieron en este gravamen un peligroso impuesto al patrimonio. De hecho, el gobierno de Illia también lo consideró un impuesto al patrimonio, pero lo veía más como una posible solución a los problemas fiscales argentinos que como una amenaza, y en 1965 propuso un moderado impuesto al patrimonio para todos los sectores de la producción (Jarach, 1966). Como algunos líderes provinciales del peronismo que esperaban transformar el sistema fiscal argentino sustituyendo los gravámenes progresivos a la renta con gravámenes al capital, el gobierno de Illia también quiso dar los primeros pasos en esa dirección. En ambos casos, la visión que los políticos tenían del mundo rural influyó en la concepción global sobre cómo debía ser el sistema impositivo argentino.

La propuesta de Illia encontró una resistencia frontal de los propietarios rurales (y en general de todos los representantes empresariales). El sucesor de Illia, el gobierno autoritario de Onganía, introdujo un impuesto a la renta potencial, como parte de las políticas económicas de su ministro Adalbert Krieger Vasena. El impuesto era más moderado que el diseñado por la administración Illia y su objetivo declarado era “modernizar” el campo antes que contribuir a una mayor justicia social. A pesar de estas características, y de las credenciales conservadoras del gobierno, los propietarios rurales se opusieron a la reforma, que finalmente se implantó en 1969 en una versión muy moderada (Sánchez Román, 2014). El retorno de Perón al poder en 1973 volvió a poner en el debate público la cuestión de un impuesto a la renta potencial de la tierra que alterase la estructura de la propiedad, principalmente en la Pampa. En un clima de intenso conflicto socio-político, el gobierno justicialista consiguió el apoyo de la Federación Agraria Argentina y al menos la aquiescencia de los grandes propietarios para aplicar la reforma. Sin embargo, el caos político y el boicot de las asociaciones de los terratenientes (junto a la incapacidad de llevar a cabo un catastro) llevaron al fracaso de la medida. Acercándose peligrosamente a la guerra civil, y con una crisis que era claramente una crisis fiscal del estado, las autoridades argentinas no tenían capacidad para transformar las relaciones impositivas con los contribuyentes rurales (Sánchez Román, 2014).

La cuestión del impuesto a la tierra en el resto de las provincias argentinas en el siglo XX necesita de más estudios. La importancia de los conflictos en la provincia de Buenos Aires, la riqueza y el simbolismo de los estancieros pampeanos y la influencia de las discusiones que tuvieron lugar en Buenos Aires sobre la política nacional ha eclipsado al resto de provincias. Sin embargo, provincias como Entre Ríos, Santa Fe y Córdoba habían sido pioneras en la introducción de gravámenes progresivos a la tierra en la década de 1930 (Converso, 2008; Balsa, 2012). Por otro lado, dado el impacto de los conflictos bonaerenses en la política nacional es razonable pensar que el debate en la provincia más poblada del país tuviera repercusiones claras en el interior en la segunda mitad del siglo. Pero esto es algo que los futuros estudios deberán mostrar, así como el significado de esa influencia.

En todo caso, para mediados de la década de 1970 era evidente que el proyecto de convertir las viejas contribuciones territoriales decimonónicas en la base impositiva ya fuera de las provincias ya fuera de la nación había fracasado. Esto nos puede explicar el perdurable recurso a los gravámenes a la exportación.

Como se señaló, los impuestos a la exportación tenían una larga historia en Argentina y se habían empleado ya en el siglo XIX y el gobierno nacional empleó las retenciones a comienzos del siglo XX. La administración Yrigoyen, incapaz o sin la suficiente voluntad para poner en marcha el impuesto a la renta, aplicó los gravámenes a las exportaciones agropecuarias como un mecanismo fiscal de emergencia. Como respuesta a la crisis de 1930, los gobiernos de la década introdujeron complicados mecanismos, como el control de cambios, que en ciertas circunstancias actuaba como un gravamen sobre las exportaciones agrarias. No obstante, esta política formaba parte de una gama de intervenciones públicas de regulación en el sector agropecuario que beneficiaron a los productores, y así fueron percibidas por sus representantes.

El IAPI, creado en 1946, institucionalizaba la apropiación del estado nacional de parte de los ingresos agrarios derivados de la exportación para destinarlos a otras actividades económicas. Esto, junto al resto de políticas agrarias de la década peronista llevó a una crítica (sobre todo por parte de los sectores conservadores y de los representantes de los propietarios) del maltrato de Perón al campo. Sin embargo, la caída de Perón no significó que los gravámenes a las exportaciones desaparecieran del régimen impositivo nacional. Todo lo contrario, a partir de 1956 aparecieron las retenciones (Barsky & Dávila, 2008) y los gravámenes a las exportaciones aumentaron entre 1956 y 1970. En 1959 este recurso suponía el 16% de la recaudación impositiva del tesoro nacional, mostrando la importancia que había alcanzado. Entre las décadas de 1960 y 1970, la presión sobre las exportaciones se incrementó. Pasó de representar un 15% del precio de exportación de los cereales argentinos hasta el 26% (Pizarro & Cascardo, 1991; Sánchez Román, 2013).

Los impuestos a la exportación solían aparecer en este período asociado a otra política, la de la devaluación monetaria. El patrón del ciclo económico argentino en la segunda posguerra estuvo caracterizado por movimientos abruptos (ciclos stop-and-go) en los que una fase de crecimiento guiado por el avance de la industria conducía a un agotamiento de las divisas y a un posterior ajuste con devaluación para ganar competitividad en los mercados internacionales. Para obtener recursos fiscales y como compensación a la devaluación (que se interpretaba como una transferencia de ingresos hacia el sector exportador) se introducía un gravamen a la exportación. En general se trataba de una tasa moderada dentro de una medida que se entendía como provisional. La característica del período fue la de la inestabilidad: las retenciones eran un instrumento utilizado de manera intermitente por los gobiernos (Barsky & Dávila, 2008). Un caso particular, sin embargo, ocurrió durante el ministerio de Krieger Vasena, quien introdujo un gravamen sobre la exportación, que alcanzó una tasa muy elevada en esta ocasión (hasta el 25%), lo que contribuyó a profundizar la brecha entre los grandes propietarios y el régimen de Onganía (Riz, 2000).

A pesar de su uso coyuntural, las retenciones a la exportación han adquirido un papel central en la financiación del estado nacional en los últimos años y se han convertido en una fuente de conflictos entre representantes corporativos de los productores rurales y el estado, aunque pocas veces alcanzaron la intensidad del conflicto de 2008. Este último conflicto muestra además algunas novedades interesantes desde el punto de vista de las ideas sobre los impuestos y la tierra. Las viejas bondades que se atribuían al impuesto a la renta potencial fueron transferidas a las retenciones móviles. Son éstas, según el gobierno, las que garantizaban una política de justicia social y distribución del ingreso. Esto era así porque los propietarios rurales estaban obteniendo una rentabilidad demasiado elevada que había que gravar. Ya no se trataba, entonces, de estimular aumentos de la productividad ni de incentivar la fragmentación de la propiedad, sino de apropiarse de beneficios extraordinarios (muchas veces el resultado de la actividad de los llamados “pools”) para repartirlos desde el gobierno nacional o castigar lo que se veía como un monocultivo que amenazaba la alimentación y los equilibrios ecológicos en Argentina. Pero la retórica de la justicia social y antioligárquica utilizada por el gobierno no podía ocultar cuánto había cambiado desde la introducción del impuesto a la renta en la década de 1930. La relación impositiva entre propietarios rurales y estado nacional volvía a pasar por la aduana.

Un balance

Desde comienzos del proceso de construcción estatal argentino (nacional o provincial) las autoridades se han planteado la opción de gravar la riqueza terrateniente. Sin embargo, a lo largo del siglo XIX pareció más fácil recaudar en el momento del tráfico y compraventa de la producción, que sobre el capital o el beneficio de las explotaciones, lo que exigía un catastro, información abundante y precisa y una burocracia adecuada. La definición federal de la República Argentina significaba que los impuestos directos sobre los terratenientes pertenecían a la jurisdicción provincial. La impresión que se desprende de los estudios que poseemos es que los gobiernos provinciales o bien no tuvieron suficiente fuerza o bien, al estar en manos de las elites propietarias locales, no se plantearon afectar la riqueza terrateniente como mecanismo de financiación en la segunda mitad del XIX. Muchas provincias se mantuvieron con una vida precaria y en todo caso dependieron de los subsidios del gobierno federal. No obstante, en la segunda mitad del XIX muchas provincias habían establecido contribuciones territoriales y en algunas de ellas constituían un recurso central para sus tesoros.

Con la llegada del siglo XX, la riqueza alcanzada por los terratenientes pampeanos, gracias al éxito con el que la economía argentina se integró a los mercados atlánticos, y la creciente preocupación por las cuestiones sociales en un estado (tanto el nacional como el provincial) que incrementaba su actividad en la sociedad puso a los grandes propietarios rurales en el punto de mira del debate público sobre los impuestos.

A pesar de que el sector agropecuario perdió importancia como parte del producto nacional según avanzaba el siglo XX, los impuestos a la tierra siguieron generando polémicas y conflictos. El deseo de avanzar en el proceso de industrialización, que contó con apoyos amplios en la sociedad argentina desde al menos la década de 1940, chocaba con problemas recurrentes de la balanza de pagos. Se esperaba que el sector rural contribuyera con divisas al crecimiento industrial y se entendía que parte de los problemas de la economía argentina tenían que ver con el estancamiento de la productividad de la agricultura pampeana. Algunos políticos y economistas creían que la política impositiva podía orientar la acción de los productores rurales y estimular la productividad agraria. En cierta manera, como una sociedad industrial se veía también como una sociedad más justa, algunos pensaban que incrementos de la productividad, fragmentación de la propiedad y justicia social estaban vinculados. Estos factores mantuvieron vivas las tensiones entre el mundo rural (sobre todo pampeano) y las autoridades provinciales y nacionales en torno a lo que constituía formas de actualizar la contribución territorial al menos hasta la década de 1970. El regreso de una economía exportadora a comienzos del siglo XXI ha transformado el eje del debate, pero no ha disminuido los conflictos.

Aunque se ha multiplicado el número de trabajos sobre estos temas, aún necesitamos profundizar en varios aspectos de nuestro conocimiento sobre las relaciones entre el “campo” y los impuestos. Dos caminos pueden sugerirse aquí. El estudio de las relaciones entre impuestos y mundo rural se ha centrado en la respuesta de los sectores más encumbrados de ese mundo, ya sean los estancieros pampeanos u otras elites económicas provinciales. Sabemos mucho menos de la relación con los impuestos de los pequeños y medianos propietarios, de los arrendatarios, etc. Obviamente, la aparición de representantes corporativos del mundo rural se ha multiplicado en el siglo XX y esto permite escuchar voces diferenciadas dentro de él, pero aún así las opiniones de la Sociedad Rural y de los grandes propietarios siguen dominando nuestros análisis. Nuestro conocimiento sobre la reacción del “campo” a las políticas impositivas está mediada por la opinión de las asociaciones empresariales más poderosas, como la Sociedad Rural o la CARBAP. Estas asociaciones poseían los mecanismos y los medios de difusión que les permitían presionar a las autoridades y plantear sus posiciones en el debate público. Pero éstas no representan toda la complejidad del agro pampeano y, desde luego, a pesar de la estructura federal de la SRA, no alcanzan a dar una imagen de los intereses rurales de los propietarios del interior en el pasado.

La otra cuestión es igualmente compleja. La relación entre los impuestos y el mundo rural ha sido estudiada principalmente para el caso bonaerense. De hecho, la idea de “campo” ha tenido la connotación de “pampa húmeda” en buena parte de la historia argentina. Es cierto que la expansión reciente del cultivo de soja ha involucrado a productores del interior en la economía exportadora en una escala no conocida antes y esto ha servido para establecer nuevos lazos entre los propietarios rurales del país. Pero aún así, la soja sigue siendo un cultivo mayoritariamente pampeano (Barsky & Dávila, 2008). Por tanto, aún necesitamos saber más sobre la relación entre los productores rurales (propietarios o no) del interior y los fiscos provincial y nacional. Curiosamente, a pesar de una presumible dificultad con las fuentes, contamos con más trabajos para el siglo XIX que para el siglo XX, aunque en los últimos años han comenzado a publicarse trabajos sobre la cuestión para este último siglo. Dada la continua importancia de la economía agropecuaria para muchas provincias argentinas este tema es sin duda crucial para entender cómo se han construido los tesoros provinciales y las dificultades por los que ha pasado el sistema federal fiscal.

Notas
1 Fue común la introducción de contribuciones directas en muchos lugares de América Latina tras el proceso de independencias (Jáuregui, 2006).

2 Esta cuestión la plantea Luis Jáuregui, al preguntarse por la historia de la contribución directa en las “otras provincias argentinas” (Jáuregui, 2006). No obstante, la mayoría de los trabajos señalan la dificultad de encontrar fuentes para reconstruir la historia impositiva de los estados/provincias argentinos en este período.

3 José Carlos Chiaramonte ha señalado el rol del comercio en los empréstitos forzosos de Entre Ríos, algo que fue generalizado en las provincias argentinas. Una excepción fue Corrientes, donde sus saneadas cuentas públicas le permitieron evitar este recurso excepto en dos ocasiones y donde los hacendados fueron los más afectados (Chiaramonte, 1986; Chiramonte, 1991; Romano, 1992).

4 Diario de Sesiones, 1912:412.

5 Diario de Sesiones, 1932, p. 189.

6 Diario de Sesiones, 1934:269-70.

7 Ver datos sobre esta cuestión en Review of the River Plate, 14 diciembre, 1934: 5 y Dirección General de Estadística de la Nación, 1925:36.

8 Balsa (2012), quien estudia el discurso “anti latifundio” y “agraristas” en la primera mitad del siglo XX no ha prestado atención a la cuestión de los impuestos a la tierra en ese contexto.

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