EL MANIFIESTO DE LA
DECLARACION DE LA INDEPENDENCIA
DE LAS PROVINCIAS
UNIDAS DEL RIO DE LA PLATA
Por Sergio Daniel
Aronas – 29 de Diciembre de 2012
Uno de los documentos menos
conocidos por el pueblo argentino con relación a la encarnizada lucha librada
durante la Guerra por la Independencia de Sudamérica es el documento titulado “Manifiesto
que hace a las naciones el Congreso General Constituyente de las Provincias Unidas
del Río de la Plata sobre el tratamiento y crueldades que ha sufrido de los
españoles y motivado la declaración de
su independencia” que surge del último párrafo de ese magnífico texto que es
nuestra Declaración de la Independencia del 9 de julio de 1816. En la misma
podemos leer lo siguiente: "Nos los
representantes de las Provincias Unidas en Sud América, reunidos en congreso
general, invocando al Eterno que preside el universo, en nombre y por la
autoridad de los pueblos que representamos, protestando al Cielo, a las
naciones y hombres todos del globo la justicia que regla nuestros votos:
declaramos solemnemente a la faz de la tierra, que es voluntad unánime e
indubitable de estas Provincias romper los violentos vínculos que los ligaban a
los reyes de España, recuperar los derechos de que fueron despojados, e investirse
del alto carácter de una nación libre e independiente del rey Fernando séptimo,
sus sucesores y metrópoli. Quedan en consecuencia de hecho y de derecho con
amplio y pleno poder para darse las formas que exija la justicia, e impere el
cúmulo de sus actuales circunstancias. Todas, y cada una de ellas, así lo
publican, declaran y ratifican comprometiéndose por nuestro medio al
cumplimiento y sostén de esta su voluntad, baxo el seguro y garantía de sus
vidas haberes y fama. Comuníquese a quienes corresponda para su publicación. Y
en obsequio del respeto que se debe a las naciones, detállense en un manifiesto los gravísimos fundamentos impulsivos de
esta solemne declaración." Dada en la sala de sesiones, firmada de
nuestra mano, sellada con el sello del Congreso y refrendada por nuestros
diputados secretario. (Subrayado mío).
Este manifiesto no aparece en ningún
libro de historia tanto de las escuelas secundarias como en textos
universitarios avanzados. Únicamente los historiadores profesionales saben de
su existencia pero muchos de ellos prefieren ignorarlo, silenciarlos o ni
siquiera comentar porque, quién y cómo fue escrito. En el siglo XIX, Domingo
Faustino Sarmiento aborreció de éste, calificándolo como un documento que nunca
debió ser escrito y así la se explayaban la mayoría de ellos. El carácter
abiertamente antimonárquico y antiespañol era lo que ponía muy nerviosos a sus
críticos. Lleva por fecha el 25 de octubre de 1817 y está firmado por José
Eugenio De Elías, en calidad de Secretario y por el Dr. Pedro Ignacio de Castro
Barros en calidad de Presidente del Congreso.
Uno de los más severos críticos de
este documento fue el historiador Enrique de Gandía que para él está lleno de
falsedades, imprecisiones y mal intencionado, críticas que formuló en un
análisis pormenorizado párrafo por párrafo. Aun con las verdades que pueden
surgir del profundo estudio de De Gandía donde no concuerda con las ideas
vertidas por el Manifiesto, es importante que se conozca en su totalidad porque
es un documento muy crítico de la dominación española escrito por personas que
vivieron esa época. Las Provincias Unidas en Sudamérica como se llamó la actual
Argentina en la Declaración de la Independencia fue la única colonia que los
españolas no pudieron reconquistar y quedó sola frente a los Ejércitos realistas.
En enero de 1817 con el cruce de Los
Andes al mando del General José de San Martín, principal impulsor de la
Independencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata, se inicia la
contraofensiva contra el dominio colonial de la España de Fernando VII quien
reasumido en el trono con el apoyo total de la Santa Alianza europea, envió
varias expediciones para reprimir al movimiento insurgente, cuyos detalles se
enumeran en el Manifiesto. Esta contraofensiva, con sus avances y retrocesos,
culminaría exitosamente el 9 de diciembre de 1824 con la victoria final en la
batalla de Ayacucho, sobre la que hablaremos en otro artículo.
Aquí va completo el texto de este
documento que justificó la declaración de la independencia del reino de España
y su monarquía decadente que nunca quiso negociar una salida pacífica a la
guerra, sino que despachó 17 expediciones que implicaron la movilización de 100
mil soldados armados hasta los dientes para recuperar lo irrecuperable.
MANIFIESTO
QUE HACE A LAS NACIONES EL CONGRESO GENERAL CONSTITUYENTE DE LAS PROVINCIAS
UNIDAS DEL RÍO DE LA PLATA SOBRE EL
TRATAMIENTO Y CRUELDADES QUE HA SUFRIDO
DE LOS ESPAÑOLES Y MOTIVADO LA
DECLARACIÓN DE SU INDEPENDENCIA.
El honor es la prenda que aprecian
los mortales más que su propia existencia y que deben defender sobre todos los
bienes que se conocen en el mundo, por más grandes y sublimes que ellos sean.
Las Provincias Unidas del Río de la Plata han sido acusadas por el gobierno
español de rebelión y de perfidia ante las demás naciones, y denunciado como
tal el famoso acto de emancipación que expidió el Congreso Nacional en Tucumán
a 9 de julio de 1.816, imputándoles ideas de anarquía y miras de introducir en
otros países principios sediciosos, al tiempo mismo de solicitar la amistad de
esas mismas naciones y el reconocimiento de este memorable acto para entrar en
su rol.
El primer deber, entre los más
sagrados del Congreso Nacional, es apartar de sí tan feas notas y defender la
causa de su país publicando las crueldades y motivos que impulsaron la
declaración de independencia. No es este ciertamente un sometimiento que
atribuya a otra potestad de la tierra el poder de disponer de una suerte que le
ha costado a la América torrentes de sangre y toda especie de sacrificios y
amarguras. Es una consideración importante que debe a su honor ultrajado y al
decoro de las demás naciones.
Prescindimos de investigaciones
acerca del derecho de conquista, de concesiones pontificias, y de otros títulos
en que los españoles han apoyado su dominación. No necesitamos acudir a unos
principios que pudieran suscitar contestaciones problemáticas y hacer revivir
cuestiones que han tenido defensores por una y otra parte. Nosotros apelamos a
hechos que forman un contraste lastimoso de nuestro sufrimiento con la opresión
y servicia de los españoles. Nosotros mostraremos un abismo espantoso que
España abría a nuestros pies, y en que iban a precipitarse estas provincias
sino se hubiera interpuesto el muro de su emancipación. Nosotros en fin daremos
razones que ningún racional podrá desconocer, a no ser que las encuentre para
persuadir a un país que renuncie para siempre a toda idea de su felicidad y
adopte por sistema la ruina, el oprobio y la paciencia. Pongamos a la faz del
mundo este cuadro, que nadie puede mirar sin penetrarse profundamente de
nuestros mismos sentimientos.
Desde que los españoles se
apoderaron de estos países, prefirieron el sistema de asegurar su dominación,
exterminando, destruyendo y degradando. Los planes de esta devastación se
pusieron luego en planta y se han continuado sin intermisión por espacio de
trescientos años. Ellos empezaron por asesinar a los monarcas del Perú y
después hicieron lo mismo con los demás régulos y primados que encontraron. Los
habitantes del país, queriendo contener tan feroces irrupciones entre la gran
desventaja de sus armas, fueron víctimas del fuego y del fierro, y dejaron sus
poblaciones a las llamas que fueron aplicadas sin piedad ni distinción por
todas partes.
Los españoles pusieron entonces una
barrera a la población del país: prohibieron con leyes rigurosas la entrada de
extranjeros, limitaron en lo posible la de los mismos españoles, y la
facilitaron en estos últimos tiempos a los hombres criminosos, a los
presidiarios y a los inmorales que convenía arrojar de su Península. Ni los
vastos pero hermosos desiertos que aquí se habían formado con el exterminio de
los naturales; ni el interés de lo que debía rendir a España el cultivo de unos
campos tan feraces como inmensos; ni la perspectiva de los minerales más ricos
y abundantes del orbe; ni el aliciente de innumerables producciones,
desconocidas hasta entonces las unas, preciosas por su valor inestimable las
otras, y capaces todas de animar la industria y el comercio, llevando aquella a
su colmo y éste al más alto grado de opulencia; ni por fin el tortor de
conservar sumergidas en desdicha las regiones más deliciosas del globo,
tuvieron poder para cambiar los principios sombríos y ominosos de la corte de
Madrid. Centenares de leguas hay despobladas e incultas de una ciudad a otra.
Pueblos enteros se han acabado, quedando sepultados entre las ruinas de las
minas o pereciendo con el antimonio bajo el diabólico invento de las mitas, sin
que hayan bastado a reformar este sistema exterminador ni los lamentos de todo
el Perú, ni las muy enérgicas representaciones de los más celosos ministros.
El arte de explotar los minerales,
mirado con abandono y apatía, ha quedado entre nosotros sin los progresos que
han tenido los demás en los siglos de la ilustración entre las naciones cultas.
Así las minas más opulentas, trabajadas casi a la brusca, han venido a
sepultarse por haberse desplomado los cerros sobre sus bases o por haberse
inundado de agua las labores y quedado abandonadas. Otras producciones raras y
estimables del país se hallan todavía confundidas en la naturaleza, sin haber
interesado nunca el celo del gobierno. Y si algún sabio observador ha intentado
publicar sus ventajas, ha sido reprendido de la corte y obligado a callar por
la decadencia que podían sufrir algunos artefactos comunes de España.
La enseñanza de las ciencias era
prohibida para nosotros y sólo se nos concedieron la gramática latina, la
filosofía antigua, la teología y la jurisprudencia civil y canónica. Al virrey
don Joaquín del Pino se le llevó muy a mal que hubiese permitido en Buenos
Aires al consulado costear una cátedra de náutica y, en cumplimiento de las
órdenes que vinieron de la corte, se mandó cerrar la aula y se prohibió enviar
a París jóvenes que se formasen buenos profesores de química para que aquí la
enseñasen.
El comercio fue siempre un monopolio
exclusivo entre las manos de los comerciantes de la Península y las de los
consignatarios que mandaban a América. Los empleos eran para españoles y,
aunque los americanos eran llamados a ellos por las leyes, sólo llegaban a
conseguirlos raras veces y a costa de saciar con inmensos caudales la codicia
de la corte. Entre ciento y sesenta virreyes que han gobernado las Américas
sólo se cuentan cuatro americanos, y de seiscientos y dos capitanes generales y
gobernadores a excepción de catorce los demás han sido todos españoles.
Proporcionalmente sucedía lo mismo con el resto de empleos de importancia y
apenas se encontraba alguna alternativa de americanos y españoles entre los
escribientes de las oficinas.
Todo lo disponía así la España para
que prevaleciese en América la degradación de sus naturales. No le convenía que
se formasen sabios, temerosa de que se desarrollasen genios y talentos capaces
de promover los intereses de su patria y hacer progresar rápidamente la
civilización, las costumbres y la disposiciones excelentes de que están dotados
sus hijos. Disminuía incesantemente la población, recelando que algún día fuese
capaz de emprender contra su dominación sostenida por un número pequeñísimo de
brazos para guardar tan varias y dilatadas regiones. Hacía el comercio
exclusivo, porque sospechaba que la opulencia nos haría orgullosos y capaces de
aspirar a libertarnos de sus vejaciones. Nos negaba el fomento de la industria,
para que nos faltasen los medios de salir de la miseria y pobreza, y nos
excluía de los empleos para que todo el influjo del país lo tuviesen
peninsulares y formasen las inclinaciones y habitudes necesarias, a fin de
tenernos en una dependencia que no nos dejase pensar ni proceder, sino según
las formas españolas.
Era sostenido con tesón este sistema
por los virreyes. Cada uno de ellos tenía la investidura de un visir. Su poder
era bastante para aniquilar a todo el que osase disgustarlos. Por grandes que
fuesen sus vejaciones debían sufrirse con resignación y se comparaban
supersticiosamente por sus satélites y aduladores con los efectos de la ira de
Dios. Las quejas que se dirigían al trono, o se perdían en el dilatado camino
de millares de leguas que tenían que atravesar, o eran sepultadas en las
covachuelas de Madrid por los deudos y protectores de estos procónsules. No
solamente no se suavizó jamás este sistema, pero ni había esperanza de poderlo
moderar con el tiempo. Nosotros no teníamos influencia alguna, directa ni
indirecta, en nuestra legislación. Ella se formaba en España sin que se nos concediese
el derecho de enviar procuradores para asistir a su formación y representar lo
conveniente, como los tenían las ciudades de España. Nosotros no la teníamos
tampoco en los gobiernos, que podían templar mucho el rigor de la ejecución.
Nosotros sabíamos que no se nos dejaba más recursos que el de la paciencia y
que para el que no se resignase a todo trance no era castigo suficiente el
último suplicio, porque ya se habían inventado en tales casos tormentos de
nueva y nunca vista crueldad que ponían en espanto a la misma naturaleza.
No fueron tan repetidas ni tan
grandes las sinrazones que conmovieron a las provincias de Holanda cuando
tomaron las armas para desprenderse de la España, ni las que tuvieron las de
Portugal para sacudir el mismo yugo, ni las que pusieron a los suizos bajo la
dirección de Guillermo Tel para oponerse al emperador de Alemania, ni las de
los Estados Unidos de Norteamérica cuando tomaron el partido de resistir los
impuestos que les quiso introducir la Gran Bretaña, ni las de otros muchos
países que, sin haberlos separado la naturaleza de su metrópoli, lo han hecho
ellos para sacudir un yugo de fierro y labrarse su felicidad. Nosotros sin
embargo, separados de España por un mar inmenso, dotados de diferente clima, de
distintas necesidades y habitudes y tratados como rebaños de animales, hemos
dado el ejemplo singular de haber sido pacientes entre tanta degradación,
permaneciendo obedientes, cuando se nos presentaban las más lisonjeras
coyunturas de quebrantar su yugo y arrojarlo a la otra parte del océano.
Hablamos a las naciones del mundo y
no podemos ser tan impudentes que nos propongamos engañarlas en lo mismo que
ellas han visto y palpado. La América permaneció tranquila todo el período de
la guerra de sucesión y esperó a que se decidiese la cuestión por que combatían
las casas de Austria y Borbón para correr la misma suerte de España. Fue
aquella una ocasión oportuna para redimirse de tantas vejaciones, pero no lo
hizo y antes bien tomó el empeño de defenderse y armarse por sí sola para
conservarse unida a ella. Nosotros, sin tener parte en sus desavenencias con
otras potencias de Europa, hemos tomado el mismo interés en sus guerras, hemos
sufrido los mismos estragos, hemos sobrellevado sin murmurar todas las
privaciones y escaseces que nos inducía su nulidad en el mar y la
incomunicación en que nos ponían con ella.
Fuimos atacados en el año de 1.806:
una expedición inglesa sorprendente. Y ocupó la capital de Buenos Aires por la
imbecilidad e impericia del virrey que, aunque no tenía tropas españolas, no
supo valerse de los recursos numerosos que se le brindaban para defenderla. A
los cuarenta y cinco días recuperamos la capital, quedando prisioneros los
ingleses con su general, sin haber tenido en ello la menor parte el virrey. Clamamos
a la corte por auxilios para librarnos de otra nueva invasión que nos amenazaba
y el consuelo que se nos mandó fue una escandalosa real orden en que se nos
previno que nos defendiésemos como pudiésemos. El año siguiente fue ocupada la
Banda Oriental del Río de la Plata por una expedición nueva y más fuerte,
sitiada y rendida por asalto la plaza de Montevideo. Allí se reunieron mayores
fuerzas británicas y se formó un armamento para volver a invadir la capital,
que efectivamente fue asaltada a pocos meses, mas con la fortuna de que su
esforzado valor venciese al enemigo en el asalto, obligándolo con tan brillante
victoria a la evacuación de Montevideo y de toda la Banda Oriental.
No podía presentarse ocasión más
halagüeña para habernos hecho independientes si el espíritu de rebelión o de
perfidia hubieran sido capaces de afectarnos, o si fuéramos susceptibles de los
principios sediciosos y anárquicos que se nos han imputado. Pero ¿a qué acudir
a estos pretextos? Razones muy plausibles tuvimos entonces para hacerlo.
Nosotros no debíamos ser indiferentes a la degradación en que vivíamos. Si la
victoria autoriza alguna vez al vencedor para ser árbitro de los destinos,
nosotros podíamos fijar el nuestro hallándonos con las armas en la mano,
triunfantes y sin un regimiento español que pudiese resistirnos. Y si ni la
victoria ni la fuerza dan derecho, era mayor el que teníamos para no sufrir más
tiempo la dominación de España. Las fuerzas de la Península no nos eran
temibles, estando sus puertos bloqueados y los mares dominados por las
escuadras británicas. Pero a pesar de brindarnos tan placenteramente la
fortuna, no quisimos separarnos de España, creyendo que esta distinguida prueba
de lealtad mudaría los principios de la corte y le haría conocer sus verdaderos
intereses.
¡Nos engañábamos miserablemente y
nos lisonjeábamos con esperanzas vanas! España no recibió tan generosa
demostración como una señal de benevolencia sino como obligación debida y
rigurosa. La América continuó regida con la misma tirantez y nuestros heroicos
sacrificios sirvieron solamente para añadir algunas páginas a la historia de
las injusticias que sufríamos.
Este
es el estado en que nos halló la revolución de España. Nosotros, acostumbrados
a obedecer ciegamente cuanto allá se disponía, prestamos obediencia al rey
Fernando de Borbón, no obstante que se había coronado derribando a su padre del
trono por medio de un tumulto suscitado en Aranjuez. Vimos que seguidamente
pasó a Francia; que allí fue detenido con sus padres y hermanos y privado de la
corona que acababa de usurpar; que la nación ocupada por todas partes de tropas
francesas se convulsionaba y entre sus fuertes sacudimientos y agitaciones
civiles eran asesinados por la plebe amotinada varones ilustres que gobernaban
las provincias con acierto, o servían con honor en los ejércitos; que entre
estas oscilaciones se levantaban en ellas gobiernos y, titulándose Supremo,
cada uno se consideraba con derecho para mandar soberanamente a las Américas.
Una Junta de esta clase formada en Sevilla tuvo la presunción de ser la primera
que aspiró a nuestra obediencia y los virreyes nos obligaron a prestarle
reconocimiento y sumisión. En menos de dos meses pretendió lo mismo otra Junta
titulada Suprema de Galicia y nos envió un virrey con la grosera amenaza de que
vendrían también treinta mil hombres si era necesario. Erigióse luego la Junta
Central, sin haber tenido parte nosotros en su formación, y al punto la
obedecimos, cumpliendo con celo y eficacia sus decretos. Enviamos socorro de
dinero, donativos voluntarios y auxilios de toda especie para acreditar que
nuestra fidelidad no corría riesgo en cualesquiera prueba a que se quisiese
sujetarla.
Nosotros habíamos sido tentados por
los agentes del rey José Napoleón y halagados con grandes promesas de mejorar
nuestra suerte si adheríamos a su partido. Sabíamos que los españoles de la
primera importancia se habían declarado ya por él, que la nación estaba sin
ejércitos y sin una dirección vigorosa tan necesaria en los momentos de apuro.
Estábamos informados que las tropas del Río de la Plata que fueron prisioneras
a Londres, después de la primera expedición de los ingleses, habían sido
conducidas a Cádiz y tratadas allí con mayor inhumanidad, que se habían visto
precisadas a pedir limosna por las calles para no morir de hambre y que,
desnudas y sin auxilio alguno, habían sido enviadas a combatir con los
franceses. Pero en medio de desengaños permanecimos en la misma posición, hasta
que ocupando los franceses las Andalucías se dispersó la Junta Central.
En estas circunstancias se publicó
un papel sin fecha y firmado solamente por el arzobispo de Laodicea, que había
sido presidente de la extinguida Junta Central. Por él se ordenaba la formación
de una regencia y se designaban tres miembros que debían componerla. Nosotros
no pudimos dejar de sobrecogernos con tan repentina como inesperada nueva.
Entramos en cuidados y temimos ser envueltos en las mismas desgracias de la
metrópoli. Reflexionamos sobre su situación incierta y vacilante, habiéndose ya
presentado los franceses a las puertas de Cádiz y de la Isla de León.
Recelábamos de los nuevos regentes, desconocidos para nosotros, habiéndose
pasado a los franceses los españoles de más crédito, disuelta la Central,
perseguidos y causados de traición sus individuos en papeles públicos.
Conocíamos la ineficacia del decreto publicado por el arzobispo de Laodicea y
sus ningunas facultades para establecer la regencia. Ignorábamos si los
franceses se habrían apoderado de Cádiz y consumado la conquista de España,
entretanto que el papel había venido a nuestras manos y dudábamos que un
gobierno nacido de los dispersos fragmentos de la Central no corriese pronto la
misma suerte que ella. Atentos a los riesgos en que nos hallábamos, resolvimos
tomar a nuestro cargo el cuidado de nuestra seguridad, mientras adquiríamos
mejores conocimientos del estado de España y se conciliaba alguna consistencia
su gobierno. En vez de lograrla, vimos caer luego la regencia y sucederse las
mudanzas de gobierno, las unas a las otras, en los tiempos de mayor apuro.
Entretanto nosotros establecimos
nuestra Junta de gobierno a semejanza de las de España. Su institución fue
puramente provisoria y a nombre del cautivo rey Fernando. El virrey don
Baltasar Hidalgo de Cisneros expidió circulares a los gobernadores para que se
preparasen a la guerra civil y armasen unas provincias contra otras. El Río de
la Plata fue bloqueado al instante por una escuadra. El gobernador de Córdoba
empezó a organizar un ejército. El de Potosí y el presidente de Charcas
hicieron marchar otro a los confines de Salta. Y el presidente del Cuzco,
presentándose con otro tercer ejército sobre las márgenes del Desaguadero, hizo
un armisticio de cuarenta días para descuidarnos. Y antes de terminar éste,
rompió las hostilidades, atacó nuestras tropas y hubo un combate sangriento en
que perdimos más de mil quinientos hombres. La memoria se horroriza de recordar
los desafueros que cometió entonces Goyeneche en Cochabamba. ¡Ojalá fuera
posible olvidarse de este americano ingrato y sanguinario, que mandó fusilar el
día de su entrada al honorable gobernador intendente Antesana, que presenciando
desde los balcones de su casa este inicuo asesinato gritaba con ferocidad a la
tropa que no le tirase a la cabeza porque la necesitaba para ponerla en una
pica, que después de habérsela cortado mandó arrastrar por las calles el yerto
tronco de su cadáver, y que autorizó a sus soldados con el bárbaro decreto de
hacerlos dueños de vidas y haciendas dejándolos correr en esta brutal posesión
muchos días!
La posteridad se asombrará de la
ferocidad con que se han encarnizado contra nosotros unos hombres interesados
en la conservación de las Américas, y nunca podrá admirar bastantemente el
aturdimiento con que se han pretendido castigar un paso que estaba marcado con
sellos indelebles de fidelidad y amor. El nombre de Fernando de Borbón precedía
en todos los decretos del gobierno y encabezaba sus despachos. El pabellón
español tremolaba en nuestros buques y servía para inflamar nuestros soldados.
Las provincias, viéndose en una especie de orfandad por la disposición del
gobierno nacional, por la falta de otro legítimo y capaz de respetabilidad y
por la conquista de casi toda la metrópoli, se habían levantado un Argos que
velase sobre su seguridad y las conservase intactas para presentarse al cautivo
rey, si recuperaba su libertad. Era esta medida imitación de la España, incitada
por la declaración que hizo a la América parte integrante de la monarquía e
igual en los derechos con aquella, y había sido antes practicada en Montevideo
por consejo de los mismos españoles. Nosotros ofrecimos continuar los socorros
pecuniarios y donativos voluntarios para proseguir la guerra y publicamos mil
veces la sanidad de nuestras intenciones y la sinceridad de nuestros votos. La
Gran Bretaña, entonces tan benemérita de la España, interponía su mediación y
sus respetos para que no se nos diese un tratamiento tan duro y tan acerbo.
Pero estos hombres, obcecados en sus caprichos sanguinarios, desecharon la
mediación y expidieron rigurosas órdenes a todos los generales para que
apretasen más la guerra y los castigos. Se elevaron por todas partes los cadalsos
y se apuraron los inventos para afligir y consternar.
Ellos procuraron desde entonces
dividirnos por cuantos medios han estado a sus alcances, para hacernos
exterminar mutuamente. Nos han suscitado calumnias atroces, atribuyéndonos
designios de destruir nuestra sagrada religión, abolir toda moralidad y
establecer la licenciosidad de costumbres. Nos hacen una guerra religiosa,
maquinando de mil modos la turbación y alarma de conciencias, haciéndose dar
decretos de censuras eclesiásticas a los obispos españoles, publicar
excomuniones y sembrar por medio de algunos confesores ignorantes doctrinas
fanáticas en el tribunal de la penitencia. Con estas discordias religiosas han
dividido las familias entre sí, han hecho desafectos a los padres con los hijos,
han roto los dulces vínculos que unen al marido con la esposa, han sembrado
rencores y odios implacables entre los hermanos más queridos, y han pretendido
poner toda la naturaleza en discordia.
Ellos han adoptado el sistema de
matar hombres indistintamente para disminuirnos y a su entrada en los pueblos
han arrebatado hasta a los infelices vivanderos, los han llevado en grupos a
las plazas y los han ido fusilando uno a uno. Las ciudades de Chuquisaca y
Cochabamba han sido algunas veces los teatros de estos furores.
Ellos han interpolado entre sus
tropas a nuestros soldados prisioneros, llevándose los oficiales aherrojados a
presidios, donde es imposible conservar un año la salud. Han dejado morir de
hambre y de miseria a otros en las cárceles y han obligado a muchos a trabajar
en las obras públicas. Ellos han fusilado con jactancia a nuestros
parlamentarios y ha cometido los últimos horrores con jefes ya rendidos y otras
personas principales sin embargo de la humanidad que nosotros usamos con los
prisioneros, de lo cual son buena prueba el diputado Matos de Potosí, el
capitán general Pumacagua, el capitán general Angulo y su hermano, el
comandante Muñecas y otros jefes de partidas fusilados a sangre fría después de
muchos días de prisioneros.
Ellos en el pueblo de Valle Grande
tuvieron el placer brutal de cortar las orejas a sus naturales y remitir un
canasto lleno de estos presentes al cuartel general, quemaron después la
población, incendiaron más de treinta pueblos numerosos del Perú y se
deleitaron en encerrar a los hombres en las casas antes de ponerles fuego para
que allí muriesen abrasados.
Ellos no sólo han sido crueles e
implacables en matar, se han despojado también de toda moralidad y decencia
pública, haciendo azotar en las plazas religiosas ancianos y mujeres amarradas
a un cañón, habiéndolas primero desnudado con furor escandaloso y puesto a la
vergüenza sus carnes.
Ellos establecieron un sistema
inquisitorial para todos estos castigos. Han arrebatado vecinos sosegados
llevándolos a la otra parte de los mares para ser juzgados por delitos
supuestos y han conducido al suplicio, sin proceso, a una gran multitud de
ciudadanos.
Ellos han perseguido nuestros
buques, saqueado nuestras costas, hecho matanzas en sus indefensos habitantes,
sin perdonar a sacerdotes septuagenarios, y por orden del general Pezuela
quemaron la iglesia del pueblo de Puna, y pasaron a cuchillo viejos, mujeres y
niños, que fue lo único que encontraron. Ellos han excitado conspiraciones
atroces entre los españoles avecindados en nuestras ciudades y nos han puesto
en el conflicto de castigar con el último suplicio padres de familias
numerosas.
Ellos han compelido a nuestros
hermanos e hijos a tomar armas contra nosotros y, formando ejércitos de los
habitantes del país al mando de sus oficiales, los han obligado a combatir con
nuestras tropas. Ellos han excitado insurrecciones domésticas, corrompiendo con
dinero y toda clase de tramas a los moradores pacíficos del campo, para
envolvernos en una espantosa anarquía y atacarnos divididos y debilitados.
Ellos
han faltado con infamia y vergüenza indecible a cuantas capitulaciones les
hemos concedido en repetidas veces que los hemos tenido bajo de la espada.
Hicieron que volviesen a tomar las armas cuatro mil hombres que se rindieron a
su general Tristán en el combate de Salta, a quienes generosamente concedió
capitulación el general Belgrano en el campo de batalla y más generosamente se
las cumplió fiando en la fe de su palabra.
Ellos
nos han dado a luz un nuevo invento de horror envenenando las aguas y los
alimentos, cuando fueron vencidos en la Paz por el general Pinelo, y a la
benignidad con que los trató éste, después de haberlos tenido a discreción, le
correspondieron con la barbarie de volar los cuarteles que tenían minados de antemano.
Ellos
han tenido la bajeza de incitar a nuestros generales y gobernadores, abusando
el derecho sagrado de parlamentar, para que nos traicionasen, escribiéndoles
cartas con publicidad y descaro a este intento. Han declarado que las leyes de
la guerra, observadas entre naciones cultas, no debían emplearse con nosotros.
Y su general Pezuela, después de la batalla de Ayouma, para descartarse de
compromisos, tuvo la serenidad de responder al general Belgrano que con
insurgentes no se podían celebrar tratados.
Así era la conducta de los españoles
con nosotros cuando Fernando de Borbón fue restituido al trono. Nosotros
creímos entonces que había llegado el término de tantos desastres. Nos pareció
que un rey que se había formado en la adversidad no sería indiferente a la
desolación de sus pueblos y despachamos un diputado para que lo hiciese sabedor
de nuestro estado. No podía dudarse que nos daría la acogida de un benigno
príncipe, y que nuestras súplicas lo interesarían a medida de su gratitud y de
esa bondad que habían exaltado hasta los cielos los cortesanos españoles. Pero
estaba reservada para los países de América una nueva y desconocida ingratitud,
superior a todos los ejemplos que se hallan en las historias de los mayores
tiranos.
El nos declaró amotinados en los
primeros momentos de su restitución a Madrid. Él no ha querido oír nuestras
quejas ni admitir nuestras súplicas, y nos ha ofrecido por última gracia un
perdón. Él confirmó los virreyes, gobernadores y generales que había encontrado
en actual carnicería. Declaró crimen de estado la pretensión de formarnos una
constitución para que nos gobernase, fuera de los alcances de un poder
divinizado, arbitrario y tiránico bajo el cual habíamos yacido tres siglos,
medida que sólo podía irritar a un príncipe enemigo de la justicia y de la
beneficencia y por consiguiente indigno de gobernar.
El se aplicó luego a levantar
grandes armamentos, con ayuda de sus ministros, para emplearlos contra
nosotros. El ha hecho transportar a estos países ejércitos numerosos para
consumar las devastaciones, los incendios y los robos. El ha hecho servir los
primeros cumplimientos de las potencias de Europa, a su vuelta de Francia, para
comprometerlas a que nos negasen toda ayuda y socorro y nos viesen despedazar
indiferentes. El ha hecho un reglamento particular de corso contra los buques
de América, que contiene disposiciones bárbaras, y manda ahorcar la
tripulación. Ha prohibido que se observen con nosotros las leyes de sus
ordenanzas navales formadas según derecho de gentes, y nos ha negado todo
cuanto nosotros concedemos a sus vasallos apresados por nuestros corsarios. El
ha enviado a sus generales con ciertos decretos de perdón, que hacen publicar,
para alucinar a las gentes sencillas e ignorantes a fin de que les faciliten la
entrada en las ciudades, pero al mismo tiempo les ha dado otras instrucciones
reservadas y autorizados con ellas, después que las ocupan, ahorcan, queman,
saquean, confiscan, disimulan los asesinatos particulares, y todo cuanto daño
cabe hacerse a los supuestos perdonados. En el nombre de Fernando de Borbón es
que se hacen poner en los caminos cabezas de oficiales patriotas prisioneros;
que nos han muerto a palos y a pedradas a un comandante de partidas ligeras; y
que el coronel Camargo, después de muerto también a palos por mano del
indecente Centeno, le cortaron la cabeza y se envió por presente al general
Pezuela, participándole que aquello era un milagro de la Virgen del Carmen.
Un torrente de males y angustias
semejantes es el que nos ha dado impulso para tomar el único partido que
quedaba. Nosotros hemos meditado muy detenidamente sobre nuestra suerte y,
volviendo la atención a todas partes, sólo hemos visto vestigios de los tres
elementos que debían necesariamente formarla: ¡oprobio, ruina y paciencia! ¿Qué
debía esperar la América de un rey que viene al trono animado de sentimientos
tan crueles e inhumanos? De un rey que antes de principiar los estragos se
apresura a impedir que ningún príncipe se interponga para contener su furia? De
un rey que paga con cadalsos y cadenas los inmensos sacrificios que han hecho,
para sacarlo del cautiverio en que estaba, sus vasallos de España? Unos
vasallos que a precio de su sangre y de toda especie de daños han combatido por
redimirlo de la prisión y no han descansado hasta volver a ceñirle la corona?
Si unos hombres a quienes debe tanto, por sólo haberse formado una
constitución, han recibido la muerte y la cárcel por galardón de sus servicios,
qué debería estar reservado para nosotros? Esperar de él y de sus carniceros
ministros un tratamiento benigno habría sido ir a buscar entre los tigres la
magnanimidad del águila.
En
nosotros se habrían entonces repetido las escenas cruentas de Caracas,
Cartagena, Quito y Santa Fe. Habríamos dejado conculcar las cenizas de 80.000
personas que han sido víctimas del furor enemigo, cuyos ilustres manes
convertirán contra nosotros con justicia el clamor de la venganza, y nos
habríamos atraído la execración de tantas generaciones venideras condenadas a
servir a un amo, siempre dispuesto a maltratarlas, y que por su nulidad en el
mar ha caído en absoluta impotencia de protegerlas contra las invasiones
extranjeras.
Nosotros pues impelidos por los
españoles y su rey nos hemos constituido independientes, y nos hemos aparejado a
nuestra defensa natural contra los estragos de la tiranía con nuestro honor,
con nuestras vidas y haciendas. Nosotros le hemos jurado al Rey y Supremo Juez
del mundo que no abandonaremos la causa de la justicia, que no dejaremos
sepultar en escombros y sumergir en sangre derramada por mano de verdugos la
Patria que él nos ha dado; que nunca olvidaremos la obligación de salvarla de
los riesgos que la amenazan y el derecho sacrosanto que ella tiene a reclamar
de nosotros todos los sacrificios necesarios para que no sea deturpada,
escarnecida y hollada por las plantas inmundas de hombres usurpadores y
tiranos. Nosotros hemos grabado esta declaración en nuestros pechos, para no
desistir jamás de combatir por ella. Y, al tiempo de manifestar a las naciones
del mundo las razones que nos han movido a tomar este partido, tenemos el honor
de publicar nuestra intención de vivir en paz con todas, y aún con la misma
España desde el momento que quiera aceptarla.
Dado en la sala
del Congreso de Buenos Aires a veinte y cinco de octubre de mil ochocientos
diez y siete.
Dr.
José Eugenio De Elías, Secretario - Dr.
Pedro Ignacio de Castro Barros, Presidente